[Crítica] Dos madres perfectas

Horroriza ver como dos grandísimas actrices como son Naomi Watts y Robin Wright se ven envueltas en este tipo de metrajes chapuceros, inverosímiles y casi de pesadilla. Dos madres perfectas, otra tropelía llevada a cabo por los traductores españoles, es una de esas películas que le hacen plantearse a uno cuánto dinero ha costado, en qué lo habrán invertido e incluso crean un sentimiento de culpa por haber participado, en modo alguno, de lo que se está transmitiendo. 

Naomi Watts llegó a protagonizar películas de una calidad tan sobresaliente como Mulholland Drive (David Lynch, 2001), 21 gramos (Alejandro González Iñárritu, 2003) o entretenimientos con pretensiones dispares como King Kong (Peter Jackson, 2005) o Extrañas coincidencias (David O. Russell, 2004). Robin Wright ha sido recordada siempre por dos inolvidables películas. La una, titulada Forrest Gump, nos descubrió el amor a través de los ojos de Tom Hanks y aquella Jenny, a quien terminamos por querer para nosotros mismos. La otra, La princesa prometida, de la cual casi ni hace falta hablar. Actualmente, y de manera magistral, participa junto a Kevin Spacey la serie de Netflix House Of Cards, con un éxito atronador. Para cualquier espectador que recuerde estos referentes, sentarse a ver Two Mothers acabará por ser una experiencia totalmente olvidable.
Su directora, Anne Fontaine, adapta a la escritora británica Doris Lessing, Premio Nobel de Literatura en 2007. Su novela, The Grandmothers, es una obra dividida en cuatro capítulos que narran cuatro historias independientes y de la cual, Fontaine, adapta solo la primera de ellas en la que dos mujeres, amigas desde la infancia, ven como sus matrimonios quedan destruidos y se enamoran de sus hijos, cada una de su contrario. El estupor renace cuando la inverosimilitud de la historia se respira por todos los fotogramas de la película. Hay una dirección imperfecta, el reparto se encuentra perdido en un mar de dudas y el único que parece tener las cosas claras es el personaje del marido de Rozeanne. 
Podemos llegar a entender que lo que estamos viendo se puede resumir en un intento por romper las barreras impuestas por la sociedad en lo que al amor se refiere, un tratado sobre el libre albedrío en algo tan complejo y estudiado como es el amor. Aquí no hay incesto alguno, simplemente nos choca cada cruce de miradas que se produce en esta melodramática tomadura de pelo que podía haber sido dura en su tratamiento del amor prohibido pero que consigue el efecto contrario, acercase más a la comedia de folletín más que a un drama sobre la imposibilidad de la pasión y el deseo. 

[Crítica] Stella cadente

Pocas películas repelen y apasionan al mismo tiempo. Esa doble cualidad garantiza un interés que aumenta a medida que avanza el metraje tanto por la sensación de desaire ante lo que nuestro racional cerebro (en ocasiones) pretende ver y lo que nuestro sentimiento de voyeur cinematográfico ansía ver. Stella cadente, la primera ficción en largometraje de Lluís Miñarro, bordea peligrosamente la fina línea que separa el hastío de la pasión. 

Sin embargo, una somera reflexión ante la experiencia vivida nos hace decantarnos por un lado de la balanza. Esta particularísima retrospectiva sobre el reinado de uno de los monarcas más desconocidos de nuestra Historia, Amadeo de Saboya, nos lleva hasta un siglo XIX alejado de cualquier convencionalismo e historicismo pretendido. El reinado de Amadeo de Saboya fue el gobierno de un títere en manos de la corruptela que ha dirigido siempre un país condenado a no ser conducido por el buen camino. La España posterior a la salida de Isabel II se convirtió en un conglomerado de nombres inútiles ante los que se presentó un rey con, como siempre, una renovada lista de propuestas de las que jamás se supo. 
Una tortuga enjoyada que representa la Providencia, lenta como el paso del tiempo en la corte de Amadeo. Lluís Miñarro juega con el concepto onírico del cine y roza con maestría el surrealismo absoluto. La deformación de la realidad que vive un monarca títere, en manos de una casta política más pendiente de sus asuntos personales y sus favores que del propio Gobierno de un país que se destrozaba cada día. Sobresaliente Álex Brendemühl en el complicado papel de un rey sometido a una atemporalidad manifiesta. Escuchar a Alain Barrière o Françoise Hardy mientras observamos a un rey aguardando a su pomposa mujer, encarnada por Barbara Lennie, es algo que ya nos avisa del carácter reaccionario de la propia propuesta.
Referencias manifiestas a la pintura de Diego Velázquez o Gustave Courbet o al cine de Stanley Kubrick y Luchino Visconti, el uso tan particular de dos cineastas únicos en la concepción de la luz como elemento indispensable en la creación de escenarios, son algunas de las que encontramos a lo largo del interesante visionado de una película tan extraña como impensable. Lluís Miñarro y Stella cadente son, sin ninguna duda, una de las experiencias más célebres de este 2014 de cine español. 

[Crítica] Hermosa juventud

¿Se puede desmitificar una idea tan arraigada como la necesaria emigración para conseguir trabajo? Jaime Rosales prueba su teoría sobre la juventud y la salida hacia otros países para intentar ver la luz al final de un túnel que ya se ha convertido en creencia. Hermosa juventud no pretende poner a todos los jóvenes por igual pero su retrato, crudo y desgarrador, plantea las necesidades de un sector de la juventud cuyas ambiciones en la vida están todavía por demostrar. 
Rosales, con su quinta película tras una estela de ejercicios de autor con notable factura y moderado éxito, ha conseguido una trama muy cercana al cine social europeo e incluso con evidentes similitudes con una de las obras clave de los belgas hermanos Dardenne, El niño. A través de la mirada de Ingrid García Jonsson y Juanma Calderón, Jaime Rosales nos entrega un conjunto de fotografías que ilustran la realidad de miles de jóvenes que, o no consiguen trabajo aun buscando con los medios habidos y por haber o se dedican a la vida contemplativa hasta que el grifo de los progenitores opte por cerrarse definitivamente. 
Estos dos protagonistas deciden probar suerte con el mundo del porno para poder ganar algunos euros, un dinero fácil que llega a través del desagradecido ejercicio de la pérdida de la dignidad. Poco tiempo después, y como dice uno de los amigos de la pareja, les sucede algo que debería convertirse en lo más maravilloso que pueda pasar. Sin embargo, para ellos, la llegada de un hijo se convierte en un calvario y el egoísmo comienza a hacer mella. 
En Hermosa juventud, Rosales no dibuja un ejercicio tan sombrío como en otras películas. Nos traza una fina línea entre el vacío de varias vidas enganchadas a los bancos de un parque y el ímpetu por sacar la vida adelante, aun sacrificando factores importantes en una pareja, en una familia. Hermosa juventud plantea la necesidad de huir de España a realizar trabajos que, por definición, pueden lograrse en este mismo país. ¿Hay trabajo si se busca o no hay trabajo porque no hay ganas de encontrarlo? Aquellos que plantean esa cuestión, a lo largo del metraje, lo equiparan a algo casi tan banal como la búsqueda de un novio y son aquellos que renuncian a cualquier jornal por no considerarlo “digno”. 
Tras Las horas del día, La soledad, Tiro en la cabeza y Sueño y silencio, Jaime Rosales prosigue por la estela del cine comprometido con la realidad social de un país aquejado de fuertes síntomas de agotamiento. Cada nueva pieza de este director es una nueva oportunidad para recapacitar, reflexionar e intentar hallar respuesta a tantos porqués que llenan la cotidianeidad. 
Manos a la obra. 

[Crítica] Todos están muertos

Elena Anaya vuelve a la pantalla, algo que siempre se debe agradecer, para recrear a una vieja gloria de la Movida madrileña. Aquella época donde la música definía la contracultura y todo lo que respirase nuevos aires alternativos a la realidad de la juventud en los años 70 y 80. Beatriz Sanchís dibuja en Todos están muertos, la caída de una diosa de aquel Olimpo, aquejada de una agorafobia destructiva y traumatizada por la muerte de su hermano. 
Pese a lo interesante de la propuesta, Todos están muertos no termina de dar con la tecla para tocar una fibra a aquellos irredentos que vivieron lo mejor de la diversión madrileña en tan agitada época ni los que llegamos tarde a sus letras, sentidas como poco y destruyendo la realidad dominante haciendo uso de otra realidad de choque. Las secuencias que recrean los videoclips del grupo Groenlandia evocan una necesaria nostalgia a la que hay que rendir pleitesía. 
Sin embargo, Sanchís aleja la trama del espectador al querer dibujar un panorama romántico extraño. El pasado del personaje de Elena Anaya, lo más interesante de la película sin duda alguna, nos interesa demasiado como para desdibujar la trama con posibles, con dudas, con incertidumbres que no llevan a ninguna parte. El peso del recuerdo lo carga sobre sí el personaje de Nahuel Pérez y dibujado en el presente por Patrick Criado, descubierto en Águila Roja y consagrado en La gran familia española (esperemos que por muchos años). 
Es interesante ver como de la Movida madrileña y sus adalides sólo quedan recuerdos, más tristes unos que otros, pero al fin y al cabo recuerdos. Elena Anaya dibuja un personaje férreo pese a su debilidad psicológica, donde cada paso significa aún más que el anterior. Su personalidad es tan arrolladora como inestable es el guión donde se sustenta. En medio de todo ello, transitan las vidas de unos personajes que buscan una irremediable redención en un mundo que, por muchos años que transcurran, ya no les pertenece. 

[Crítica] Dom Hemingway

Existe una categoría de actores a los que, da igual el trabajo que hagan, siempre consideraremos como un atractivo personal en la pantalla. En el caso de este cronista, Jude Law representa esa actitud de predisposición ante cualquier producto que presente un actor que con el paso del tiempo se ha ido ganando un status y posición bastante respetable.
La película que nos ocupa, el estreno de esta semana de 20th Century Fox, es Dom Hemingway. Una de esas cintas que recuerdan a otras tantas pero que no se asemeja a ninguna. Lo que viene siendo un batiburrillo de influencias buenamente llevadas pero, en muchas ocasiones, peligrosamente ejecutadas. Dom Hemingway, como mayor aliciente, es el personaje interpretado por un Jude Law absolutamente pasado de rosca como posiblemente jamás lo hemos visto y jamás lo veremos.
Lejos queda aquel Dan de Closer (Mike Nichols, 2004), el gigoló Joe de Inteligencia artificial (Steven Spielberg, 2001) o el apasionante Vassili de Enemigo a las puertas (Jean-Jacques Annaud, 2001), por solo hablar de algunos de sus mejores trabajos. Ahora, Jude Law sigue en proceso constante de maduración y probando nuevas formas de demostrar su ya consabido talento delante de la cámara. En Dom Hemingway se estrena con 12 kilos de peso más y su calvicie, para su propia desgracia, mucho más marcada. Con este fin, el intérprete británico dibuja un personaje deslenguado, misógino y con un carácter profundamente ególatra. El prólogo de la película, un curiosísimo plano secuencia en honor del miembro viril, da perfecta cuenta de lo que es capaz este particularísimo protagonista.
Sin embargo, y pese a que el comienzo nos hace una promesa de frenesí a lo Guy Ritchie, la película se va desinflando conforme comienzan a suceder los extraños y surrealistas acontecimientos que se van desarrollando. La secuencia del accidente, excepcional ralentí, parece ser la última muestra del poder de convicción del comienzo de la película. Detrás de todo lo artificioso del asunto, se ejercita la redención del peor de los seres humanos. Un delincuente, irreverente e irrespetuoso que representa lo más oscuro de nuestra existencia pero que desea salvarse mediante continuas oportunidades. Veremos si Dom Hemingway se redime en taquilla y Jude Law sale airoso de una trampa con la que nos deja, personalmente, plenos y satisfechos.

[Crítica] Redención

Los que creíamos que Cuento de invierno, la última tropelía de Akiva Goldsman, era la peor película de lo que llevábamos de año éramos unos ingenuos. Hemos tenido que esperar la llegada de Jason Statham y su Redención para darnos cuenta de lo que es capaz un guionista cuando quiere dirigir sus primeros largometrajes y no sabe muy bien a qué atenerse.
Redención, pese a la sintonía que desprende siempre un personaje como Jason Statham, atado y encasillado al cine de acción desde años inmemoriales, es una película que hace aguas desde su inicio. No hay cristiano que entienda cuál es el objetivo último del director a la hora de llevar esta historia de búsqueda de una verdad y tomar la justicia de manos de quien la quiera encontrar. Monjas, gángsters, ballet y un tipo duro que siempre representará el adalid de la diplomacia callejera. Statham hace lo que puede en una cinta que se le va de las manos y que escapa a su control.
Nos suponemos que este ex militar, desaparecido tras llegar de Afganistán, quiere encontrar al hombre que mató a una mujer con la que, intuimos, hizo más que buenas migas. En este contexto, un Chris Menges que intenta fotografiar el Londres más oculto y desconocido, nos recorre los submundos que existen debajo de las postales turísticas de la capital inglesa. Pese a ello, Redención es un mal experimento y la peor película de este cronista haya visto en lo que llevamos de 2014.
Steven Knight debió asegurarse de tener un buen guión, sólido y sin fisuras, antes de embarcarse en una trama que le ha salido muy cara. No hay que hacer leña del árbol caído. Knight tiene pendiente de estreno Locke, su segundo largometraje (esta vez con Tom Hardy) con muchísima mejor pinta y un cartel que esperemos cumpla con las expectativas. De momento, y sin poder remediarlo, Redención es una de las películas a evitar si no se quiere tener la sensación de haber perdido tiempo y dinero.

[Crítica] Madre e hijo

Madre e hijo es una de las películas más crudas de la realidad actual. Desgranando las relaciones que se establecen entre diferentes clases sociales en un país que las siente con vehemencia en su cotidianeidad, el director Calin Peter Netzer dibuja esa doble realidad con un sostenido ejemplo de similitud documental y dureza narrativa. Todas las conversaciones que escuchamos a lo largo del metraje nos enemistan con cada personaje que aparece en pantalla. El planteamiento de cada actor sobresale en cuanto el tremendismo de la situación comienza a hacerse palpable.
La habilidad de su director también radica en saber cuándo termina el efecto de lo que está narrando. En un primer momento, estamos más pendientes del accidente que desata las acciones de la película pero, poco a poco y sabiamente, nos va introduciendo en un mundo que no nos es extraño. Las relaciones familiares, especialmente la de protección que se crea entre madre e hijo, nos ocupan sobremanera. Un vástago absolutamente oculto por el abrigo de su progenitora, quien hará todo lo que esté en su mano (legal o ilegal) para librar a su hijo de un terrible crimen.
Hay una relación de extrema dependencia entre uno y otro. En un caso será material, económica; en otro será puramente sentimental y sensible. El director sabe mostrar la debilidad de madre e hijo en el momento debido, no dejando nada al azar ni al albedrío del espectador que, paciente, contempla cada movimiento de un hecho irremediable.
Calin Peter Netzer, asistido por el guión de Razvan Radulescu (responsable de, entre otras, La muerte del señor Lazarescu) realiza una película nerviosa con el irredento pecado de querer introducir la cámara en el desarrollo de la rutina de los personajes abandonando la firmeza y librando una batalla con la gravedad en la que sale mal parado. Sus excesivos movimientos convierten la película en un experimento sobre la capacidad del espectador de tener la vista en movimiento más de cinco segundos seguidos. Estéticamente, y sin tener en cuenta este desafortunado aspecto, Madre e hijo es una interesante propuesta del siempre destacable cine rumano. Una dolorosa realidad, otras veces llevada al cine, pero que convierte su autenticidad en su mayor sello de identidad.

[Crítica] Donald Rumsfeld, certezas desconocidas

Ganador del Oscar al Mejor Documental por Rumores de guerra, Errol Morris analiza de manera fría y muy calculada la figura del exsecretario de Defensa norteamericano, Donald Rumsfeld, en The Unknown Known. Interesa poco, o casi nada, lo que este político de amplia trayectoria pueda intentar contar en un documental que se expone como su testamento político y audiovisual, sus memorias narradas a un veterano cineasta con el fin de dejar constancia de sus opiniones en torno a sucesos como el intento de asesinato a Gerald Ford, sus años de congresista o su intervención en las decisiones que llevaron a Estados Unidos a la Guerra de Irak.
The Unknown Known es un documental aséptico, frío, parece que realizado con la connivencia del propio entrevistado quien, con su sonrisa malévola, parece querer dar por zanjada cualquier cuestión que le plantee su interlocutor. Rumsfeld responde con paradójicas respuestas que se tornan contradictorias, con sonrisas esquivas y con silencios incómodos que nos hacen continuar con el sendero de opiniones que tenemos del equipo con el que el presidente George W. Bush emprendió su mandato de ocho años al frente del país más poderoso de la Tierra.
Donald Rumsfeld tiene respuesta para todo. Desde la justificación del ataque e invasión de Irak y la relación que, presuntamente, existía entre Saddam Hussein y la cabeza de Al-Qaeda hasta las sorprendentes revelaciones de cómo pidió matrimonio a su esposa casi sin quererlo. Todo ello mezclado con imágenes históricas, quizás lo más interesante de la película por su componente memorial a la hora de recordar turbios escenarios de la política norteamericana donde Rumsfeld estuvo presente desde que comenzó su carrera bajo el brazo de Richard Nixon.
The Unknown Known no nos descubre nada nuevo sobre la política de George W. Bush ni tampoco sobre las decisiones que se tomaron en un día tan cruento como el 11 de septiembre de 2001. En su lugar, nos encontramos en una sala oscura, sentados delante de alguien que podía haber dado respuesta a numerosos interrogantes históricos pero que prefiere mantenerse al margen, autorizado por su entrevistador, de una realidad de la que parece haberse zafado al dejar el mapa político. Errol Morris desaprovecha la oportunidad de poner a un peso pesado de Bush Jr. contra las cuerdas y se vuelve un ser condescendiente con las respuestas, siempre dudosas, de quien fue el máximo responsable de la Defensa norteamericana durante casi una década.

TCM y Cineteca estrenaron Too Much Johnson, un trabajo inédito de Orson Welles

Esta noche, la Cineteca del Matadero de Madrid acoge uno de los acontecimientos más importantes en el mundo del cine de estos años. El canal TCM presenta el conjunto de imágenes filmadas por Orson Welles y que servirían como prólogo a una de las obras que presentaba en 1938 con su compañía, Mercury Theatre. La película, si es que podemos calificarla así, se presenta esta noche en un evento con entrada libre hasta completar aforo y la banda sonora en directo del músico Remate.
Too Much Johnson es un conjunto de planos, secuencias, tomas y pruebas de cámara en que la notable presencia de Joseph Cotten, a la postre uno de los grandes actores del Hollywood clásico y colaborador de Welles desde sus inicios en el teatro, alimenta la mayor parte de esta particularísima experiencia. Esta cinta se creía perdida en el incendio que asoló la vivienda del cineasta en Madrid pero se encontró el pasado año en un almacén de una mensajería en Italia.
Too Much Johnson serviría como prólogo a una obra escrita por William Gillette, que a su vez adapta una anterior pieza teatral que data de 1894 y creada por Maurice Ordonneau. En la obra que nos ocupa, Orson Welles pretendió renovar el planteamiento del teatro introduciendo en la función imágenes en movimiento y no centralizar la obra al desarrollo que los actores pudieran hacer sobre las tablas. Sin embargo, la imposibilidad de introducir un proyector en el teatro donde se representaría hizo que el proyecto quedara abandonado y guardado en una lata que viajaría en el tiempo hasta terminar desprendiendo un fuerte olor en un viejo almacén.
La intrahistoria del Cine nos regala pequeñas sorpresas de vez en cuando. Too Much Johnson es una de ellas. El hallazgo y restauración de esta pequeña película que reúne elementos cómicos y slapstick es todo un motivo para volver a evocar la figura de Orson Welles, quien realizaría su primera película en 1941 consiguiendo debutar con una auténtica obra maestra mil veces estudiada: Ciudadano Kane.
A las 20:30, en Cineteca Matadero, tendrá lugar la proyección de tan importante documento. Too Much Johnson contará con la interpretación de la banda sonora de Remate en riguroso directo, en una experiencia absolutamente irrepetible para los amantes del verdadero cine. Paralelo a este estreno en Cineteca, TCM ha preparado un ciclo de cine dedicado por entero a uno de los cineastas más importantes del siglo XX programando obras como El cuarto mandamiento,  El tercer hombre o Sed de mal.

[Crítica] Big Bad Wolves

El cine israelí, desgraciadamente, no suele llegar con frecuencia a las pantallas españolas. Su capacidad para aunar el realismo con tintes de fantasía o incluso fuertes toques de humor negro son algunas de las características más tradicionales de una cinematografía extensa y muy destacada. Sin embargo, nos toca asumir que Big Bad Wolves llegará a las salas gracias al aval que proporciona el que hubiese sido alabada por, nada menos, que Quentin Tarantino como “la mejor película de 2013”.
No es de extrañar lo que nos dice el realizador de Pulp Fiction, Malditos bastardos o Django desencadenado. Este tipo de película es el que hace las delicias de los amantes de esa extraña combinación, delicada y pulcra, entre la comedia negra y el sadismo más truculento. Big Bad Wolves tiene también un marcado componente de actualidad. La pedofilia, las violaciones de niños y su asesinato, son asuntos que aparecen en las portadas de los medios de comunicación tristemente con demasiada frecuencia.
Sin embargo, y lejos de realizar un juicio crítico realista, los realizadores de la película deciden jugar con aquella vieja máxima que tantas alegrías nos ha dado a los consumidores de cine por la cual uno debe “tomarse la justicia por su mano” si quiere evitar la espera de una justicia que, posiblemente, no deje las cartas en su sitio. El mayor valor técnico de Big Bad Wolves reside precisamente en su prólogo. Una cámara lenta sigue a tres niños que, inocentes, juegan en una vieja casa abandonada mientras una banda sonora profundamente épica, nos mete la angustia en el cuerpo. A partir de ahí, se desatan todas las furias del infierno en una surrealista relación que se establece entre un policía en desacuerdo con las decisiones de su superior, un padre en busca de justicia y un profesor desdibujado y muy tímido. Entre los tres, sostendrán una complicadísima trama que se alimenta de secuencias en las que la carcajada se corta entre momentos de agitada respiración.
Big Bad Wolves es una película que vuelve a narrar hechos que vemos casi cada día en televisión, cine y series. Pero, de nuevo, la importancia de saber darle la vuelta a los acontecimientos, equilibrar la comedia con el drama y apelar a la técnica de forma sencilla y correcta te asegura un éxito personal y que el efecto boca a boca surta el efecto que se merece.

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