Películas para dos vidas; Ladrón de Bicicletas

10/10

Es una realidad irrefutable que el cine no puede ni debe caminar independientemente de los compases de la historia del momento. El discurso cinematográfico se impregna de los valores detentados por la sociedad y los cambios que en ella se producen, para mostrarlos en la pantalla bajo el irrenunciable compromiso con una coyuntura determinada. Y no sólo hablamos del realismo fiel y austero con el que solemos identificar a ese cine de denuncia o simple ilustración de la miseria y la desesperanza que tan magistralmente desarrollaron los italianos, sino también a la mera ficción, la fantasía o la ingente emergencia de nuevos géneros destinados a públicos cada vez más homogéneos.

El actual cine de entretenimiento no obedece únicamente a una lógica empresarial del beneficio fácil, sino que se erige como reflejo de la apatía y abulia general que asola nuestra sociedad. Tampoco fue una casualidad el cine de evasión que se produjo masivamente tras la II Guerra Mundial en Europa y en España en la larga dictadura franquista. Los espectadores fueron instados a olvidar, a mirar a otro lado cuando la realidad se presentase con toda su dureza ante sus ojos, a entretener a los pensamientos y al estómago con historias patrias o importadas de irritable bondad y falsa felicidad burguesa, a convertir, en fin, el cine en una vía de escape de un entorno inclemente y desolador.

No obstante, el movimiento de respuesta ante este cine burgués y descerebrado finalmente llegó de la mano de los italianos, dominados durante años por el fascismo ramplón e irracional de Mussolini y ahora, tras el desenlace de la guerra, desamparados por un gobierno inexistente que había dejado las arcas vacías con la consecuente miseria a la que se vieron abocados sus ciudadanos. Esta nueva corriente era toda una reacción social y artística contra los patrones comerciales y evasivos desarrollados en las décadas precedentes, para lo que forjaron un nuevo lenguaje con unos valores claramente delimitados que favorecieron la renovación expresiva radical que tanto ansiaron sus creadores. Entre ellos, Rossellini con Roma, ciudad abierta (1945) y Paisá (1946), Luchino Visconti con La tierra tiembla (1948), Luigi Zampa con Noble gesta (1947), y el propio Vittorio De Sica con El limpiabotas (1946) y la película que hoy reseñamos Ladrón de bicicletas (1948), cumbre absoluta del movimiento.

El neorrealismo italiano apostó por un cine sin artificios, con medios escasos y actores no profesionales, subordinando los elementos puramente técnicos al desarrollo de una historia, a veces nimia, que mostrada la realidad sin concesiones nacida de la contemplación y la denuncia del creador, erigido, esta vez sí, en vértice de la obra y responsable absoluto de su calidad. No en vano, el propio director era el encargado de reunir el dinero necesario para la película, aventura no exenta de complicaciones dado el escaso predicamento de este cine dentro de los círculos burgueses. De Sica se vio obligado a batallar con productores de diferentes países para sacar adelante Ladrón de bicicletas, aparentemente poco atractiva por lo anecdótico de su trama, estando incluso muy cerca de firmar con el todopoderoso productor estadounidense David O’Selznick (probablemente impresionado por El limpiabotas, que estuvo nominada al Oscar al mejor Guión), quien le exigió a De Sica que la película estuviera protagonizada por Cary Grant, algo que el realizador italiano no estaba dispuesto a admitir.

El argumento de Ladrón de bicicletas se distingue por la sencillez y humildad con la que De Sica arranca para configurar un relato mucho más hondo y dramático de lo que inicialmente aparenta, enmarcado en un contexto de posguerra y depresión económica. La película se centra en el personaje de Antonio, un obrero en paro que tiene a su cargo a dos hijos y a su esposa, y para cuyo mantenimiento precisa empeñar lo poco de valor que aún posee. Incluso su bicicleta, que recupera (no sin antes empeñar todas sus sábanas) para desempeñar el trabajo de cartelista que ha conseguido en la oficina de empleo. La esperanza de una vida sin estrecheces en la que podrá contar con un salario mensual fijo que le permitirá alimentar a su familia convenientemente, embarga a Antonio de una sencilla felicidad, un impulso de vida que aflora en la pantalla con orgullo de hombre y humilde confianza. Sin embargo, mientras ejerce su primer día de trabajo, un muchacho le roba su bicicleta y la arquetípica vida que ha construido Antonio en su mente se desmorona estrepitosamente. Inicia entonces una desesperada búsqueda por Roma de la bicicleta robada, sin la cual perderá el empleo, acompañado de su hijo de 12 años, quien se deberá enfrentar a las sucesivas humillaciones a las que se verá sometido injustamente su idolatrado padre.

La atmósfera que crea De Sica en esta obra maestra del cine puede llegar a ser asfixiante. El blanco y negro de la imagen, la miseria que circunda todos los escenarios, la desesperanza que tiñe en algunas escenas la mirada de Antonio, el espacio finito y el tiempo que se detiene ante el robo de la bicicleta ante el cual parece no existir salida alguna. La odisea del personaje que interpreta Lamberto Maggioranni, un verdadero obrero italiano que confiere de un verismo demoledor a cada una de las miradas y gestos que dedica a la pantalla, se nos antoja de un dramatismo desprovisto de artilugios y dobles intenciones prácticamente inédito en la historia del cine. El espectador siente la angustia que embarga a Antonio y llega a entender su decisión final en un desesperado intento por recuperar su vida , incapaz de adoptar la actitud nihilista que lo domina cuando acude al restaurante y decide emborracharse para olvidar sus problemas. De igual modo, empatiza con el chico que se debate entre la admiración a su padre y el desprecio con el que lo tratan el resto de personas y se emociona con sus lágrimas ante el respeto perdido. Todo ello para desembocar en un final antológico, conmovedor, duro y descarnado como pocos.

Tras el oprobio público, a Antonio ya sólo le queda la mano de su hijo, quien permanece a su lado, como conectado por un vínculo íntimo e incorruptible, en su larga marcha hacia la incertidumbre, llevados por la marea de personas de una ciudad doliente llena de rostros graves roídos por la preocupación y el hambre, congestionados por los sollozos que, como Antonio, tiñen la realidad de penumbra y desesperanza.

Este crítico no puede más que instar vivamente a que se recupera esta obra inmortal, invulnerable, como decía Gabriel García Márquez en una crítica realizada en 1950 sobre la misma, impertérrita ante el paso del tiempo y los cambios que evolucionan en la sociedad. El cine con mayúsculas sobrevive; la mirada de la desesperanza permanece en lo más hondo de nuestros corazones.

Retrospectiva Woody Allen

Al igual que hemos venido haciendo con directores de la talla de Martin Scorsese, Quentin Tarantino o Stanley Kubrick, a partir de este mes de julio, Jesús Benabat y Antonio Sánchez se ponen en las manos, los ojos y la mente de uno de los cineastas más importantes de la última mitad del pasado siglo XX. Aún hoy, en 2010, sabemos que tiene pendiente dos estrenos que, alejados de sus más exitosas producciones, no dejarán de sorprender a ningún espectador.

Woody Allen es el cine. Woody Allen son las historias dramáticas, los giros inesperados, las grandes comedias, las películas originales que a nadie como a él se le habrían ocurrido hacer. Las adaptaciones libres de grandes obras de la literatura.
Woody Allen es un universo en sí mismo escondido detrás de unas gafas de pasta negra y una apocada y neurótica personalidad.
En El Cine que Vivimos Peligrosamente inauguramos este verano un ciclo dedicado a él. Intentaremos ofrecer una visión personal de las todas las películas del genio neoyorquino. Nos acercaremos a sus filias, a sus neuras, a los actores que trabajaron y que han trabajado con él. Sus guiones, grandes proezas de la Historia del Cine, nos han inspirado en las mejores y peores situaciones de nuestra vida.
Por un director, guionista y actor eterno que tantos buenos y malos ratos así como la mejor de las diversiones o aquel que ha sacado de nuestro interior nuestros más profundos miedos. Woody Allen, paradojicamente, ha sido nuestro mejor psicoanalista.
Mr. Allen, usted es de lo mejor que ha dado el cine en toda su Historia. Esto va por usted.

Películas para dos vidas; Amadeus

9/10


Deliciosa adaptación de la vida de Mozart narrada con maestría por un director con sello propio visto en cintas como Alguien Voló Sobre el Nido del Cuco, Hair, El Escándalo de Larry Flint o Man on the Moon. En esta ocasión, y avalada por la nada desdeñable cifra de 8 Oscars, este apasionado cinéfilo os presenta Amadeus, una auténtica obra maestra sobre la vida del genial músico austriaco narrada a través de los ojos del que se consideró durante muchos años la causa de su muerte: Antonio Salieri.
Interpretada por F. Murray Abraham, ganador del Oscar y un veterano intérprete procedente de las filas del Actor´s Studio, la construcción de Salieri que hace el actor resulta tremendamente apetecible. Comienza la película en un asilo y, ya anciano, asistimos al comienzo de la trama de su mano. Él es nuestro guía en una serie de acontecimientos que harán que el final de uno de los músicos más grandes de la Europa del siglo XVII sea inevitablemente culpa suya. Y es que durante muchos años circularon miles de leyendas acerca de la muerte de Mozart. La más aceptada fue aquella que el director nos retrata en la película. Salieri, entregado a Dios, al emperador José II y a la música de la corte, es el artífice del decaimiento que sufre el joven músico de Salzburgo a los 36 años. Los celos le llevan a intentar acabar con su vida sin dejar huella. Salieri, cuenta la leyenda, se disfrazó de un conde viudo y se presentó en casa de Mozart. Allí, le encargó que escribiera una misa de réquiem para su esposa fallecida. El músico, disfrazado, le exhortaba a que terminase la pieza cuanto antes y Mozart acabó sucumbiendo ante el cansancio, las fiebres y las pesadillas que hicieron que su vida llegase al final prematuramente. Durante años, la leyenda siguió siendo cierta. La espectacular misa de Réquiem no logró ser atribuida a Salieri, para su colmo. El resultado final fue que el músico acabó encerrado en un asilo más cercano a un manicomio por haber sido la causa de la muerte de tan inimitable músico.
Con esta apasionante historia, Milos Forman traza una película en la cual nos adentramos en la mente perversa de Antonio Salieri y en la juventud de un Mozart al que muchos críticos de la época tacharon de sobreactuado. Y es que Tom Hulce, actor encargado de dar vida al genio de Salzburgo, le da un toque demasiado infantil a su oficio en esta cinta. No obstante, algunos expertos han avalado su interpretación justificándose en que los escritos de gente que conoció a Mozart afirman que tenía una risa muy característica (que Hulce se encarga de reproducir a la perfección) y que detrás de sus composiciones musicales se escondía un niño que jamás pudo tener infancia por culpa de sus padres, quienes lo llevaban a presencia de los emperadores y le hacían componer desde bien pequeño.
Toda esta es la historia que traza Milos Forman en una película de más de dos horas y media pero de una belleza incomparable. Un guión formidable fruto de la irrepetible mente de Peter Shaffer (autor, entre otras, de la maravillosa obra Equus llevada al cine por Richard Burton en 1977), autor de la obra teatral exhibida previamente en Broadway, antes de que le llegara a Milos Forman la idea de plasmar en la gran pantalla la vida de Mozart. La recreación de la sociedad y la realeza de la época, la reconstrucción de la Viena imperial y las portentosas interpretaciones de Murray Abraham y Hulce, nominados ambos al Oscar y victorioso el primero por su Antonio Salieri son razones más que suficientes para acercarse a ver una película con un cartel promocional que da cierto miedo. Cinco palabras le bastaron a Warner Bros. para vendernos la película:
«El hombre, la música, la locura, el asesinato, la película….»
Pero hay una razón que no puedo pasar por alto. La excelente banda sonora con temas de ambos compositores. Forman rescata las mejores piezas de Salieri y las universales obras de Wolfgang Amadeus Mozart. El clímax de la película llega en la muerte de Mozart, mientras asistimos a su entierro en una fosa común con los acordes del Réquiem de fondo. Al que escribe es inevitable que se le pongan los pelos de los brazos erizados.
Fantástica recreación, no de la vida de Mozart, sino de la leyenda acerca de la vida del músico austriaco. Nadie debería perderse esta película que ganó en 1984 8 Oscars, entre ellos a la mejor película, director, actor y guión. Imperdible es decir poco, imprescindible es quedarse corto. Pocas películas existen acerca de esta temática y hay una sola que sobresale por encima de todas.
Esa es Amadeus.

Fallece la conciencia del pueblo, el escritor de la vida, José Saramago



José Saramago significa, y lo digo en presente pues aún permanece en este mundo que difícilmente le olvidará, mucho más que lo que los reconocimientos internacionales pretenden establecer como cánones de nuestra época. El primer premio Nobel de Literatura recibido por un portugués no hace justicia, ni siquiera mínimamente, a la talla moral e intelectual de un hombre que vivió para el ser humano, para analizarlo, reflexionar acerca de su compleja naturaleza, dialogar con él, comprenderlo en su más íntima esencia. Su vida y su obra, imbricadas la una y la otra, permanecerán indelebles en el transcurso de la historia como testimonio de un tiempo convulso al que Saramago siempre aplicó una mirada serena, reflexiva y profunda.

Hoy ha muerto a los 87 años. Pero creemos firmemente que sólo lo ha hecho físicamente. Su espíritu irredento, su pensamiento comprometido y su conciencia social lírica e igualitaria continuarán discurriendo en lo más hondo de todos a los que marcó en sus vidas, como un viejo profesor enseña a su discípulo. Me cuesta imaginar un mundo de estanterías huérfanas de sus obras, las que nos regalaba cada año aun soportando el dolor de la enfermedad, empecinado en su responsabilidad como referente intelectual de una sociedad desorientada y apática. Afortunadamente, son muchos los escritos que ha dejado como herencia; un patrimonio para la humanidad que deberá ser conservado como un sutil tesoro legado a la sabiduría.

Así, acudiremos de nuevo a este retrato filosófico que realizó de Jesús de Nazaret en su controvertido Evangelio según Jesucristo, piedra de toque de su pensamiento religioso, profundamente desarraigado de la jerarquía y los rituales creados en torno al cristianismo al que volvería a referirse, en un claro desafío a la muerte y los preceptos religiosos a ella asociados, en su última novela, Caín; o a su poderosa capacidad fabuladora que desplegó en Ensayo sobre la ceguera, Las intermitencias de la muerte y El hombre duplicado, como punto de partida para la crítica social y la reflexión acerca de nuestro entorno. En La caverna se sumergió en las alienantes dinámicas de la sociedad de consumo que arrastra a todo aquello que se interpone en su imparable expansión, hasta al humilde alfarero de la novela; mientras que en El viaje del elefante se dedicó a guiarnos en una deliciosa aventura a través de Europa en compañía de Salomón. También se prodigó en la poesía, el relato, el teatro, aunque su medio siempre fue, de forma primordial, la novela.

José Saramago ha muerto tras una ardua y larga leucemia crónica. Y lo ha hecho junto a su mujer, Pilar del Río (traductora al español de buena parte de sus obras), sosegadamente, con la serena sencillez que lo caracterizó en su vida. Una vida que prometía ser muy diferente a lo que finalmente fue, a tenor de la procedencia humilde de su familia, campesinos sin tierras de Azinhaga con recursos apenas suficientes para subsistir. Saramago, a falta de una educación superior, se formó leyendo al completo la biblioteca pública de su barrio, comenzó a trabajar y publicó sus primeras obras con escaso éxito. Tras ello, abandonó la literatura durante 20 años, según él, porque no tenía nada que decir, ante lo que era mejor callar. Su oposición a la dictadura de Salazar también dificultó las aspiraciones del escritor, quien apostó por una militancia férrea en el Partido Comunista portugués, al que nunca dejó de estar afiliado. Su compromiso político fue una de las constantes de su vida; jamás dejó de defender los derechos de los trabajadores, denunciar los excesos de la clase política o reivindicar la movilización de la ciudadanía contra las injusticias del capital. De hecho, en sus últimos años, su figura sobresalió como una imponente voz crítica contra la globalización, los desmanes de los bancos y el progresivo autoritarismo de nuestros líderes, componiendo artículos de inestimable valor periodístico en el blog Cuadernos de Saramago.

Hoy es un día triste para la literatura y para todos los ciudadanos que sueñan con ser libres. Una sensación de desasosiego inunda el espíritu, cala en el alma. Como si el guía espiritual que era Saramago hubiese impartido su última lección cuando el aprendiz aún no estaba preparado para echar a volar. Él no tenía miedo a la muerte, pero nosotros sí que tememos el vacío que deja. El dolor de la pérdida es sólo proporcional a la profunda admiración y respeto que sentimos por él. Ahora, la memoria.

Crítica The Blind Side; La mentirosa y edulcorada razón por la que el Oscar se hace el haraquiri

3/10

Los dramas basados en hechos reales parecen contar, de forma apriorística, con una veracidad inherente a lo que se cree es un simple reflejo de la verdad ‘objetiva’. O al menos esa es la creencia común. La manipulación de los hechos a través de un discurso de cualquier tipo, ya sea cinematográfico o literario, excluye la posibilidad de que estos puedan ser considerados como ‘reales’, aunque sí que exista un poso de objetividad en ellos. Es decir, que por el hecho de que una película como The Blind Side intente legitimar su propuesta escudándose en una historia real con la que engarza al final de forma claramente intencionada, su credibilidad no se va a ver reforzada de ninguna manera por ello. Es más, en este caso concreto la estrategia corre en contra de los propios intereses de la cinta al desvelar la farisaica intención de su narración irritantemente edulcorada o de su poco disimulado paternalismo burgués hacia el pobre chico de color marginado.

Y es que parece que un cierto sentimiento de culpa y necesidad de redención se están extendiendo entre los círculos acomodados de nuestra sociedad que, ya sea congraciándose con esos pobres y tristes personajes o bien defendiendo sus intereses hasta que colisionen con los suyos propios, propician estos pseudoproductos de bondad y caridad de dudosa credibilidad. No es, por otro lado, de extrañar teniendo presente la división de las ciudades en zonas de ricos y pobres, distinción ilustrada asimismo en la calidad de las escuelas, la idoneidad de los servicios, la falsa igualdad de oportunidades o incluso su propia participación en el juego democrático (el voto no es por sí mismo un acto de libertad, pues esto excluye la ignorancia). Así, de vez en cuando y siempre desde la barrera, la burguesía profesional parece echar un rápido vistazo a los bajos fondos y se lamenta de la miseria que ellos mismos contribuyen a construir.

En The Blind Side, sin embargo, esa bondad espontánea es aún más profunda. Un chico de color y de imponente tamaño entra en una escuela de blancos a instancias de un entrenador de fútbol que queda prendado de su potencial, pero su capacidad de integración es nula, no tiene familia y vive prácticamente en la calle. Entonces aparece la dama de hierro aunque con buen corazón (Sandra Bullock) que decide acogerlo en su mansión no sin las reticencias propias del buen propietario que teme ser saqueado por aquel al que ayuda. A partir de ahí, el chico progresa, se socializa, comienza a jugar brillantemente y la plenitud se alza en su vida.

Aquí no vamos a poner en duda la historia, pues si según dicen es real, la argumentación en contra es prescindible. Ahora bien, un cierto tufo a banalidad, a convencionalismos dramáticos propios de películas de sobremesa y a condescendencia barata se extiende como una plaga en el desarrollo de la película. El personaje de Bullock tampoco ayuda demasiado a combatir esa sensación. La supuesta fortaleza de la que hace gala conjugada con un histrionismo protector francamente desesperante resta cualquier indicio de credibilidad en él. El hecho de que Bullock recibiera un Oscar por esta película, además del unánime aplauso de la crítica estadounidense, sólo puede relacionarse con un decadente gusto por la interpretación sin profundidad ni matices, tan inane como espectacular. Y es que Bullock se nos presenta como un vestigio de mujer con inyecciones de bótox al por mayor que parece emular a la poderosa Carmela Soprano pero que finalmente se queda en una especie de Belén Esteban de clase alta.

Aún así, la película gustó y mucho en Estados Unidos, donde recaudó más de 200 millones de dólares, convirtiéndose en una de las grandes sorpresas de la temporada. Su director, John Lee Hancock, debe estar especialmente agradecido, ya que su anterior película, El Álamo, fue uno de los más grandes fiascos comerciales de las últimas décadas, con lo que ahora coge un poco de aire con una historia en la que recupera el fútbol americano como eje de la trama, como ya hiciera en The Rookie.

El veredicto del público español está aún por llegar aunque la crítica del país no ha sido tan benevolente como la americana. No es para menos. La película se desarrolla con ese ritmo estándar, melodramático, que el cine estadounidense parece repetir incansablemente con una precisión en la copia que ni la fotografía. El problema es que ya empieza a cansar, resulta poco creíble, incluso irritante. Probablemente a muchos les parezca una bonita historia, pero a mí me aburre. Quizás este servidor únicamente necesite dosis ingentes de Saramago para calmar la tristeza por la perdida de alguien irremplazable.

Crítica de La última estación; Tolstói y la religión del pueblo



5/10

Una de las nociones que más fulminantemente podemos extraer de esta película alemana con evidentes tintes americanos es la temeraria apuesta que el director Michael Hoffman plantea a la hora de concebir su obra, centrándola en los últimos días de un personaje histórico de indiscutible complejidad como es León Tolstoi.

Su pensamiento, imbricado en el portentoso desarrollo de sus magnas obras Guerra y Paz y Anna Karenina, evoluciona desde unos planteamientos puramente aristocráticos propiciados por el seno de la familia nobiliaria en el que nace, hasta unas ideas catalogadas como anarcopacifistas que sirvieron de inspiración para grandes líderes posteriores como el príncipe Piotr Kropotkin. La inutilidad de la guerra (participó en la guerra contra Turquía sirviendo en el Cáucaso, experiencia de la que extrajo su novela Los Cosacos) y el vacío que deja en el corazón de los hombres supusieron hechos suficientemente traumáticos para la adopción de un nuevo rumbo que le llevarían a criticar las instituciones eclesiásticas, renunciar a sus posesiones materiales, apostar por la no violencia activa e incluso convertirse en vegetariano. Todo ello forjó algo muy parecido a una religión tolstoiana con un buen número de seguidores que debieron de resignarse a la clandestinidad.

En La última estación la acción se centra en los últimos meses de vida del anciano escritor, así como en las tensas relaciones que se desatan entre él y su esposa, la condesa Sofía Andreevna, a tenor de la disposición del primero a renunciar a sus derechos de autor, donándolos al pueblo ruso tal y como le insta a hacer su consejero personal (Paul Giamatti). Como testigo de excepción, el joven Valentín Bulgakov se infiltrará en la vida de la finca Yásnaya Poliana, enfrentándose a la dicotómica situación a la que lo someterán las diferentes partes en disputa.

La película se abre con sentido del ritmo, una música omnipresente y una cierta tendencia a la contemplación de los paisajes. La historia que narra es, por otro lado, de gran interés por la ilustración del conflicto de intereses que se debate en un primer momento de forma velada hasta, finalmente, explotar en medio de la tranquilidad de la vida familiar. No obstante, a lo largo de la cinta, la impresión de que la historia le viene grande a Hoffman se intensifica de forma preocupante. La aparición de subtramas que no aportan nada al argumento principal, como el enamoramiento del joven Bulgakov (James McAvoy) con una de las trabajadoras del lugar (Anne Marie Duff); la comicidad intrascendente y sumamente irritante que resta credibilidad y seriedad al conjunto; o el escaso oficio para la recreación de diálogos; someten a la película a una tediosa dinámica de enfrentamientos verbales y luchas soterradas que terminan por suscitar la desvinculación del espectador.

Suerte que Hoffman cuenta con un plantel de actores que le salva la película. Principalmente con una dupla de veteranos en estado de gracia y reconocidos con sendas nominaciones en la pasada edición de los Oscar; Helen Mirren y Christopher Plummer. Ambos intérpretes, en el rol de Sofía y Tolstoi respectivamente, realizan un notable trabajo únicamente estropeado por las situaciones grotescas o mal medidas a las que los somete el director. Es posiblemente Mirren la que en mayor medida sufre las inclemencias de un personaje desquiciado y detestable al que, no obstante, la veterana actriz dota de credibilidad y portento. Y es los temores de Sofía bien podrían extrapolarse a la actualidad, asemejándose preocupantemente a la inefable ministra de Cultura Ángeles González Sinde y su consciente persecución hacia aquellos que no respeten los derechos de autor. Desgraciadamente, hoy día no contamos con personalidades de la talla de Tolstoi, que aun siendo uno de los escritores más grandes de la época, decide donar su pensamiento al pueblo para el disfrute y educación de este. Naturalmente, planteamientos tan escasamente materialistas no han subsistido en la sociedad contemporánea, donde autores y no autores parecen crear para ellos mismos en una actitud endogámica francamente detestable.

Más allá de críticas apegadas a la más ferviente actualidad, La última estación supone un interesante acercamiento a la figura de Tólstoi por los propios hechos que narra, pero que adolece de ritmo y profundidad en lo que transmite. La formación clásica de Hoffman (Restauración, El sueño de una noche de verano) parece no servir a los propósitos de una trama compleja a la que no sabe dar salida al abrir diversos frentes que no conducen a nada. Lo más remarcable de la película es, sin duda, las interpretaciones del dúo protagonista, dos actores veteranos de una talla inconmensurable que merecen seguir recibiendo papeles a través de los que demostrar toda la experiencia recabada a lo largo de una vida ante las cámaras.

Crítica León, el Profesional; Puro odio a la raza humana

8/10


Es lo que parece sentir el personaje protagonista de esta fantástica película de Luc Besson. Odio a todo lo que parezca humano. Su única amiga es una planta que se lleva allí donde va. Una cinta que la crítica se encargó de tirar por los suelos pero que constituye todo un ejercicio de continuación de un estilo, el del director Luc Besson, de lo mejorcito de la actualidad del cine francés de acción. Películas como Nikita o El Quinto Elemento marcaron un antes y un después en la carrera de este director. León el Profesional no va a ser una excepción.
Protagonizada de manera más que decente por el gran actor Jean Reno, las poderosas interpretaciones de una primeriza Natalie Portman y Gary Oldman realzan el pobre guión del propio director que sacrificó los diálogos en favor de una puesta en escena demasiado efectista. Y la jugada parece que no le salió del todo mal. Una banda sonora realmente aceptable de Eric Serra y una fotografía del veterano y gran Thierry Arbogast son argumentos a sumar para detenerse a ver esta cinta.
Hay que mencionar también, y no de pasada, a una joven Natalie Portman que, con sólo 12 años, se puso delante de una cámara y dejó boquiabierto a medio mundo con una interpretación fuerte, poderosa y realmente destacable para una niña de su edad y que tumbó a los «critiquillos listillos» de todo el planeta.. Aquí, Portman nos acerca el personaje de Matilda, una niña criada en una familia complicada y que se intoducen entre la mafia de la droga. La niña va a ser testigo de un acontecimiento que la marcará para siempre y decide unirse a su vecino León para acabar con aquellos que destrozaron su vida.
Por otro lado está Gary Oldman. Alguien dijo una vez que Oldman sobreactuaba en esta película de una manera excesivamente flagrante. En mi humilde opinión, creo que Oldman construye un fantástico villano y que la sobreactuación no fue entendida correctamente. Desgraciadamente es una palabra que ha entrado mucho en el vocabulario de muchos críticos y llega a confundirse con el término «histrionismo», que es otra forma de actuación mucho menos natural y no exenta de movimientos y gestos grandilocuentes. Oldman no sobreactúa. Nunca veremos a este gran actor saliéndose de sus obligaciones como actor. En León nos trae a un policía al cual ya no le cabe más droga en el cuerpo. De hecho son imperdibles las escenas en las que se «mete» su dosis correspondiente. Besson nos pasa de un primer plano a un plano cenital donde observamos una transformación física irrepetible.
Pero León, el protagonista, es el eje de la historia. Un hombre solitario que siempre viste la misma ropa. Tímido, sólo pide un vaso de leche cuando entra en algún local y no habla con absolutamente nadie. Pero eso sí. Si se te cruza en el camino, déjale seguir. Su puntería y sus ganas de trabajar son suficientes para haberse convertido en el asesino a sueldo más importante de Nueva York.
León el Profesional cumple las expectativas notablemente. Luc Besson nos construye una historia con drama, comedia y acción en un cóctel efectivo y digno de un visionado detenido de todo amante del cine. Porque desde Francia no sólo nos han llegado dignas historias de amor ni psicologías complicadas sino buenas comedias y sobre todo, buen cine de acción con sello propio.

Crítica La Cena de los Idiotas; Crueldad Intolerable

9/10

A la vista está el estreno de la revisión norteamericana de una de las mejores películas europeas de la pasada década. Es triste saber que ninguno de los actores ni el guión así como la dirección del bueno de Jay Roach, autor de las fantásticas comedias Los Padres de Él y Los Padres de Ella, van a estar a la altura de la gran comedia que supuso La Cena de los Idiotas.
Posiblemente la planteo como una de las películas más crueles que yo he visto en mi vida. Para colmo, se trata de una comedia. Pero esto es un arma de doble filo. Es inevitable reírse de las patochadas de François Pignon, interpretado por el tristemente fallecido Jacques Villeret, o de los intentos del personaje de Thierry Lhermitte por librarse de su incómodo compañero del que acabamos riéndonos al final sintiendo mucha más lástima por él que por el pobre Pignon. La historia es toda una crítica feroz a la hipocresía y la falsedad del ser humano. De cómo ponemos una cara delante de una persona y por detrás la vamos criticando como vulgares hienas, soltando las mismas carcajadas que esos indeseables animales.
La trama gira en torno a Pierre Brochant, un alto ejecutivo de una gran empresa, que un día decide organizar una serie de cenas en las que se invitan a auténticas calamidades con el simple fin de reírse de ellos descaradamente. Para la cena de esta semana invitan a François Pignon, un hombre menudo al que Brochant (genialmente interpretado por Lhermitte) conoce en el TGV. Es un personaje peculiar puesto que se dedica a la contabilidad y en su tiempo libre construye maquetas con cerillas. Durante todo el viaje obsequia a Brochant con fotos de sus maquetas. Este pobre hombre será la próxima víctima de una serie de pijos snobs con demasiado tiempo para jugar al golf y hacer vida social con gente similar y con muy poca clase.
Pero la historia terminará siendo totalmente la contraria. El burlado tendrá su venganza de la manera más ingeniosa que a su director, Francis Veber, se le podía ocurrir. Un dolor de espalda cambiará la relación entre estos dos personajes para el resto de la noche y de sus vidas. Ambos aprenderán una valiosa lección. Brochant aprenderá que reírse del prójimo no es saludable sobre todo si el que te ayuda en tus momentos de debilidad resulta ser el mismo al que estás humillando. Pignon aprenderá a no fiarse absolutamente de nadie por muy simpático que parezca y tanta atención ponga a su, por otro lado, loable hobby.
Quizás La Cena de los Idiotas sufra la devaluación del tiempo fruto de un final que no está a la altura del resto de metraje. Y es que desde los títulos de crédito, donde una pegadiza melodía nos va acompañando mientras conocemos al reparto y a los técnicos, la cinta resulta de lo más apetecible y fresca dentro del variado cine francés. Una cinematografía, la gala, que cada año nos regala las mejores obras del cine europeo. Con actores internacionales como Juliette Binoche, Gerard Depardieu, Isabelle Huppert, Jean Reno o la reciente estrella Melanie Laurent, una de las actrices galas con más proyección del panorama internacional.
La Cena de los Idiotas no dejó indiferente a nadie. El público se la tomó como un mero entretenimiento que cumplía notablemente las expectativas y la crítica la ensalzó en el apartado de guión e interpretaciones. Y es que todos debemos ver esta película para aprender cómo no debemos ir por la vida ni tratar a las personas. Se demuestra que nadie es inferior a nadie. Sólo hay diferentes capacidades que cada uno desarrolla mejor o peor.
Esa es la riqueza del ser humano.

Dulce Cine de Juventud; Jumanji

7/10


Disfruté como un niño la primera vez que la vi una noche de sábado en Telemadrid en un espacio de cine que se llamaba Max Cine. Allí vi las grandes películas de mi infancia y entre ellas, estaba esta, una de las cintas que más me gustan y con la que más disfruto a pesar de haber entrado en la veintena y todavía tener Jumanji en cinta VHS.
Realizada por Joe Johnston (autor también de la tercera y más triste entrega de Jurassic Park) y con los fantásticos efectos especiales de Stephen Price, creador de parte de los efectos de la saga de Indiana Jones. Johnston, gran amigo de Spielberg, recibió la ayuda del Rey Midas y le transfirió a parte de su equipo técnico para que creara una de las películas infantiles más destacables de los años 90 sin ser de la factoría Disney. Con un presupuesto alto para la época, 65 millones de dólares, se costeó todo el despliegue de efectos especiales y a los actores que participaron. Por un lado, el protagonista Robin Williams, el cual hace gala de su tradicional forma de actuar haciéndonos reír cada vez que sale en pantalla ya sea vestido de pseudo Tarzán o ya enfundado en su traje de persona «normal». Después de Williams, la estupenda secundaria Bonnie Hunt y los niños David Alan Grier y la posterior estrella Kirsten Dunst.
Y es que no hay nada normal en esta película. Un misterioso tablero sirve para iniciar una trama entretenida en la que nuestros personajes se enfrentarán a una serie de casillas en las que cada una lleva consigo una consecuencia fatal para la persona que tiene el turno. Animales, estampidas y un cazador con muy malas pulgas se cruzan en el camino de nuestros personajes llevando al más absoluto caos la ciudad donde residen.
No voy a analizar la película porque tenga un significado concreto sino porque me sirvió para tardes y tardes de entretenimiento que nunca olvidaré. Espero que si algún día soy padre de familia, pueda disfrutar también de una película que como los críticos afirman es «para toda la familia». Una de esas cintas con las que uno se sienta en el sillón y no se levanta hasta no ver la solución a toda la cantidad de inconvenientes que se presentan tanto en la ciudad como en la mansión que compran.
Un guión base muy simple de Jonathan Hensleigh basado en una novela homónima de Chris Van Allsburg y una partitura de James Horner sirven como alicientes perfectos para visionar la película, una obra mediocre para la mayoría pero de especial recuerdo para el que escribe.
Jumanji tuvo una secuela con una temática parecida dirigida por Jon Favreau, Zathura, protagonizada por Kirsten Stewart y que no tuvo excesivo éxito.
Hay que rescatar Jumanji para disfrutar como se merece de una de las mejores películas de cualquier infancia, un entretenimiento para toda la familia y para todo aquel que aunque tenga 20, 30 o 40 años quiera no despegar su espalda del respaldo de su sillón.

Las 20 mejores escenas de la historia del cine, según Jesús Benabat (I)

Tras el acertado arranque de mi compañero Antonio Sánchez en esta nueva sección, que auguro nos traerá multitud de recuerdos a nuestra mentes cinéfilas, llega mi turno y con él la difícil tarea de seleccionar apenas un puñado de momentos inolvidables, escenas que nos emocionaron hasta la lágrima viva o hiceron reir sin remisión, sabiendo de antemano la imposibilidad de hacer justicia a cada una de las películas con las que hemos disfrutado. No obstante, el intento es encomiable y con tal disposición me uno a nuestro catálogo particular de momentos cinéfilos, sin órdenes de preferencia o alusión a obras canónicas, con esta primera entrega. ¡Que vuestra memoria disfrute!

1. Lost in Traslation (2003). Cómo olvidar esa última escena de la película de Sofia Coppola en la que esos dos improbables amantes, un cínico y hastiado Bill Murray y una Scarlett Johansson desorientada en la megalópolis japonesa, ponen fin a su peculiar historia de amor, perdiéndose en la multitud con un beso sincero y pasional. Y por fin, un susurro al oído imperceptible para el espectador, un gesto tierno, un adiós para siempre… ¿o no? Para ver la escena pulse aquí.

2.Ladrón de Bicicletas (1948). Una de las obras magnas del neorrealismo italiano y dirigida por el maestro Vittorio De Sica, esta película narra sin concesiones la trágica historia de un hombre que, desprovisto de bicicleta, no puede encontrar trabajo para sacar adelante a su familia. En un intento desesperado decide robar una, pero es descubierto y sometido al escarnio público delante de su hijo, que se debate entre la gente asustado y confuso por la acción de su padre. La firme decisión de De Sica de contar con actores amateurs dota a la película de una veracidad que pocos han coseguido en la historia del cine. Esa mirada sobrecogida y culpable del padre debería ser declarada patrimonio fílmico mundial. Descúbrela aquí.

3. Eduardo Manostijeras (1990). Probablemente la mejor película de Tim Burton. Son muchas las escenas que componen una historia tierna acerca del hecho de ser diferente y sentirse excluido por ello. Personalmente, elijo dos; la primera de ellas corresponde al abrazo entre Winona Rider y Eduardo (pulse aquí), y la segunda a ese hermoso baile de la joven bajo la improbable nieve que cae de las figuras de hielo que modela Eduardo (Johnny Depp) y acompañada por la onírica banda sonora del gran Danny Elfman. Para disfrutar de él pinche aquí.

4. Moulin Rouge (2001). Para un servidor, el colorista y desenfrenado proyecto de Baz Luhrmann se erige como el mejor musical de todos los tiempos. Para este catálogo de escenas inolvidables voy a seleccionar el número del tango de Roxanne, interpretado por el argentino narcoléptico, que se solapa con el desgarrado canto de desesperanza del enamoradizo Ewan McGregor. Música potente, coreografías de infarto y una impronta romántica de las de antes. No se lo pierdan, pinche aquí.

5. Con faldas y a lo loco (1959). Libro de estilo de la comedia bien hecha por antonomasia de uno de los grandes directores de la historia del cine, Billy Wilder. Jamás podremos olvidar a esa dupla mutante de actores, Tony Curtis y Jack Lemmon, en su cortejo a la exhuberante Marilyn Monroe. Y es que esa mujer bien justificaba el travestismo. En mi selección, incluyo la escena final, una de las más apreciadas, en la un zalamero anciano le tiraba los tejos a Lemmon vestido de mujer. Al fin y al cabo, nadie es perfecto. Véala aquí.

6. Million Dollar Baby (2004). En esta lista no podía faltar uno de mis directores de cabecera, ese hombre duro que se desnuda y saber desnudar emocionalmente delante de la cámara, Clint Eastwood. En esta película, una más en la serie de grandes obras con las que cada año nos hace disfrutar, nos cuenta la historia de una boxeadora que queda parapléjica tras un combate, para la desesperación de su malhumorado aunque tierno entrenador. Jamás podré olvidar la charla a oscuras que este mantiene con Morgan Freeman, un boxeador fracasado, en las dependencias del gimnasio. Filosofía de vida. Pulse aquí.

7. Magnolia (1999). El comienzo de esta película demasiado larga de Paul Thomas Anderson, es para enmarcar. Unos diez minutos de historias increíbles con un único hilo conductor; el azar. Para ello, todos los recursos están permitidos; marcas sobreimpresas, blanco y nego, cámara lenta o congelación de la imágen. Frenetismo e inventiva en estado puro. Pulsi aquí.

8. Pulp Fiction (1994). Que los algunos diálogos de Tarantino rozan la genialidad no es una novedad, fíjense sino en el comienzo de Malditos Bastardos, sin embargo la apertura de este clásico es una maravilla. Tim Roth y Rosanna Arquette discutiendo hasta que, finalmente, sellan con un beso lo que sería el comienzo de un atraco en un restaurante de carretera, en el que más «tarde» se encontrarían a una pareja difícil de amedrentar. Compruebe de lo que hablo en el siguiente enlace.



9. Love Actually (2003). Nos ponemos románticos, efectivamente, pero es que no puedo evitar sentir cómo mi ánimo crece de forma exponencial cuando veo esta película de historias de amor cruzadas y aderezadas por un humor delicioso, como del que hace gala un inefable Primer Ministro Hugh Grant en su baile de la victoria. O esa carrera hacia el primer beso del joven bateria. O la pasión refrenada de un buen amigo. O el rockero más políticamente incorrecto de la década. No obstante, me quedo con esa historia de amor que rompe las barreras idiomáticas protagonizada por Colin Firth, quien finalmente consigue a la chica en un final apoteósico. La banda sonora, excepcional. Véa la escena final aqui.

10. Mad Men (2007). Mi compañero Antonio Sánchez introdujo inteligentemente una serie de televisión en este catálogo y no puedo más que secundar la idea con otra muestra del buen nivel de la HBO. La secuencia que he seleccionado corresponde al final de la primera temporada, en el que Don Draper escenifica la nostalgia que lo atormenta con un carusél de fotografía íntimas que llega tanto al corazón de los presentes en la reunión como al nuestro. Qué calidad, estilo y profundidad en la televisión. Pulse aquí.