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[Crítica] Philomena
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Habrá quien, a estas alturas de siglo, se atreva a pronunciar la palabra “manipulada” para describir esta película. Cuando conocemos todo lo que trae consigo la crisis, sobre todo en los países más desfavorecidos y más dados al personalismo de sus gobernantes, todavía permanecen ocultos millones de problemas de millones de familias en todo el mundo. La mujer del chatarrero es sólo un fiel reflejo de todos esos problemas, acuciados por la obsesión de quienes nos dirigen por el “recorte” y la “austeridad”, en la que una madre de familia se ve condenada a vivir a las puertas de la muerte por no cumplir con la burocracia establecida y no tener derecho, que retumba en este 2014, a una sanidad gratuita y universal.
Danis Tanovic, ganador del Oscar por En tierra de nadie, nos presenta este pseudo-documental en el que nos trasladamos a un pequeño pueblo gitano en Bosnia-Herzegovina en el que veremos cómo, además de la desprotección sanitaria, se vive en una vergonzosa situación en la que para poder sobrevivir, hay que desguazar coches y vender los restos por una miseria que apenas da para pagar un medicamento.
Lo peor y más triste de todo es que lo que Tanovic refleja en esta película no sucede en el marco donde permanece contextualizada la trama. Si miramos a nuestro alrededor, en el centro mismo de las capitales más importantes de cada país dentro incluso de los continentes que creemos más desarrollados, tenemos las imágenes más cruentas, desoladoras y dolorosas que nos podamos imaginar. Tanovic nos remueve las conciencias y nos genera impotencia. Nada hay que hacer ante tales situaciones. O eso es lo que parece. Necesitamos más documentos (escritos, audiovisuales, etc.) que sirvan, de forma testimonial, para denunciar abiertamente qué está pasando en el mundo, que estamos hartos de tanta indiferencia de tanto sátrapa gobernante.
La mujer del chatarrero es una historia real, la misma que vivieron los protagonistas y a los que el propio Tanovic pidió que apareciesen como actores principales en este discurso social tan deplorable. Cada secuencia remueve por dentro, nos hace recapacitar y darnos cuenta de que la realidad sigue siendo catastrófica por mucho que se empeñen los parlanchines mandamases. La mujer del chatarrero representa la visión más cruel del cine europeo, tan necesaria para abrirnos los ojos como sencilla en su planteamiento y ejecución.
Resulta harto complicado hablar de la última película de Spike Jonze sin caer en el tópico o en la palabra fácil. Estamos ante la obra más delicada que han visto nuestros ojos en mucho tiempo, una pieza cumbre e imperecedera, piedra angular en la exposición del talento de su protagonista y con uno de los libretos más sobrecogedores de la contemporaneidad cinematográfica.
Her roza en su proximidad el término distopía, una sociedad ficticia que se queda atrás en este golpe de efecto pero que aporta una disconformidad con lo establecido. No se consigue distinguir si Her es una denuncia contra las normas tecnológicas establecidas en esta ordenación social en la que el mismo concepto de “sociedad” tal y como lo conocíamos está cambiando de forma vertiginosa. Ya no hay relaciones entre personas cara a cara y, las que permanecen, se encuentran viciadas y faltas de interés.
Spike Jonze, en cada línea de guión, asesta una puñalada frontal al concepto actual de las relaciones humanas. A todo lo que creíamos establecido sobre el trato con los viejos amigos o, con lo que resulta más chocante, con la propia pareja. El eje central de este paradigma se encuentra en el rostro de Joaquin Phoenix, injusto olvidado en los Oscars pero presente en quienes de verdad sienten el cine más puro y absoluto. Su interpretación es un total cambio de registro con su película anterior, la genial The Master. Pocos actores se encuentran en una plenitud de talento tan consagrada como la de Phoenix. Spike Jonze lo arma con el mejor guión y construye un Theo doliente, enamorado y perdido en un mar de dudas entre su pasado real, su presente virtual y su futuro. Jonze crea una obra con un carácter visionario y se eleva a los altares de cuantos vieron un futuro cercano antes que nadie y lo supieron mostrar sin perder un ápice de sentido del realismo.
Theo representa la clave de una nueva forma de contar las historias de amor, de cara a la pantalla y en su propio trabajo, escribiendo notas de amor para terceras parejas. El futuro de tan honorable sentimiento está siendo enterrado bajo toneladas de litio, plástico y acero. ¿Puede existir el amor hacia alguien que no conoces y con el sabes que nunca podrás interactuar? Aquí es donde aparece una actriz sin la que la película no encontraría su sentido. Scarlett Johansson, con su sensual voz rota, enamora a su protagonista y nos seduce a los espectadores. Un sistema operativo que rompe los esquemas de Theo y le hace preguntarse quién es, qué desea en este presente incierto de su vida en el que acaba de destrozar su anterior relación (magnífica siempre Rooney Mara). No termina de ser apetecible ver cómo existe un perfecto individualismo romántico pero tampoco podemos evitar no esbozar una sonrisa al observar al encantador Theo consiguiendo lo que siempre deseó, alguien que le comprendiera, le escuchase y con quien compartir su vida.
Pero, ¿quién sabe?
Con un presupuesto de tan sólo 13 millones de dólares, el más bajo de su carrera junto con Entre copas, Alexander Payne arriesga ante el público con una historia narrada en blanco y negro y desarrollada de una manera magistral, propia del estilo de un director con sello propio. Nebraska, además, cuenta con la magnética presencia de un actor inmenso, Bruce Dern, al que su director recupera en un soberbio retrato de la vejez en una particularísima road movie con espíritu de viejos clásicos de la literatura universal.
Hay dos tipologías de espectador. Una es el “espectador férreo” y la otra “espectador lacrimógeno”. Yo me creía en el primero de ellos hasta que una serie de circunstancias me hicieron ver la luz y pasarme al lado de la lágrima fácil. No es que confiese ser del segundo grupo al ver Alabama Monroe sino que la propensión al llanto, quieras o no, se hace mucho más plausible con este tipo de historias, por otro lado, ya manidas.