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Dulce Cine de Juventud Especial Reyes; Mary Poppins

Con un poco de azúcar todo adquiere un sabor más delicioso. Y la señora Mary Poppins bien lo sabía. Cómo si no ganarse el afecto de tantos niños a los que encandilaba con dulces canciones a pesar de su ya de por sí complejo cargo como institutriz. Acostumbrados a rígidas mujeres maduras de impecable formación pero tan frías como el hielo en su trato cotidiano, la misteriosa llegada de Mary cuando todo parecía perdido ante la intransigencia del severo padre de familia, dispuesto a imponer mano dura a sus díscolos hijos, cambió radicalmente el panorama de la acomodada casa victoriana de la calle londinense del Cerezo de principios de siglo gracias a una mágica combinación de disciplina y cariño aderezada por bonitas canciones, trepidantes aventuras y un mundo fascinante desplegado ante los embelesados ojos de unos niños con una evidente carencia de ternura.
Quizás parte de esta asombrosa historia se debía a la mágica palabra más larga jamás inventada y que ha pasado a la historia del cine como sello de identidad de una película por la que asombrosamente no pasa el tiempo. El Supercalifragilísticoexpialidoso, más que un divertido trabalenguas, es la expresión más encantadora de una fábula sobre la felicidad, la alegría de vivir, el valor del afecto y las emociones o el cariño a veces obviado en el seno de la familia. Y es que Mary Poppins no vino desde los cielos para reformar a unos niños rebeldes a los que meter en cintura, sino para enseñar a unos progenitores demasiado ocupados con sus respectivos quehaceres la necesidad de dedicar tiempo a sus hijos y todo ese amor que no pueden hallar en personas contratadas para tal fin. Ni el puesto de trabajo mejor considerado en el banco más prestigioso de Londres puede asemejarse al mero placer de pasar una soleada tarde de invierno volando una cometa junto a dos hijos anhelantes de atención. De ello se percata el señor Banks (un sensacional David Tomlinson) justo en ese preciso momento en el que todo se auguraba oscuro (e iba a ser despedido) y, como un relámpago de lucidez, se cruzó en su mente la palabra mágica que daba sentido a su existencia como padre.
Describir las bondades de Mary Poppins, tanto de la película como la del fantástico personaje, puede llegar a ser una tarea ingente pues cada instante de la trama es un absoluto espectáculo de ingenio y gracia; desde la aparición estelar de la niñera en el dormitorio un tanto desordenado de los chicos (quién no ha soñado alguna vez con adecentar su cuarto con tan sólo un chasquido de dedos y una canción pegadiza); hasta ese placentero periplo por un mundo animado donde todo era posible; pasando por los interludios emotivos en los que Julie Andrews desplegaba todo su talento lírico. Y es que Mary Poppins puede considerarse como la cima absoluta e irremplazable del cine familiar al conjugar magistralmente una historia tierna y divertida con personajes inolvidables (mención aparte precisa el camaleónico Dick Van Dyke), originalidad a raudales a partir del uso pionero de la animación con la imagen real (fórmula que años más tarde volvería a utilizar su director Robert Stevenson en la también sensacional La Bruja Novata), una recreación maravillosa del Londres victoriano y hermosas canciones que permanecen inalteradas en nuestro imaginario colectivo popular.
Si todo a ello unimos que su reposición periódica en televisión se ha convertido ya en una grata costumbre especialmente bien recibida en la temporada navideña, la película adquiere naturaleza de mito viviente de la historia del cine. De hecho, pocos podrían apuntar que su fecha de estreno data de 1964, fundamentalmente porque la película no ha perdido un ápice de actualidad (incluso ha inspirado uno de los mejores capítulos de Los Simpsons) y los recursos narrativos y visuales utilizados, aunque en cierto modo anacrónicos, continúan fascinando a pequeños y mayores.
Qué mejor forma, pues, para celebrar el día de Reyes (uno de los momentos álgidos del año para todos) que con una edulcorada píldora de felicidad, bondad y fantasía de la mano de un personaje tan cálido y dulce como Mary Poppins.

Dulce Cine de Juventud; Poli de Guardería

Lo habíamos visto en la piel de un forzudo guerrero con ansias de venganza en Conan, en la de una máquina indestructible llegada directamente del futuro en Terminator, masacrando a cientos de sudamericanos a mamporro limpio en Comando, o en plena selva luchando contra un cazador alienígena; pero jamás hubiésemos imaginado que el rey hollywoodiense del esteroide emplearía sus músculos sobrenaturales en apaciguar a las pequeñas fieras de un jardín de infancia de Oregón. Sin embargo, la industria del cine es, en ocasiones, caprichosa, y sus directivos, irónicos confabuladores dispuestos a someter a la estrella de acción del momento a una pequeña temporada entre niños con vejigas minúsculas y profundas crisis existenciales por unas lucrativas cifras de recaudación en taquilla.
Y es que en el fondo existe cierto morbo en ridiculizar a una figura cuyo ‘atractivo’ primordial se halla en su fortaleza física (Vin Diesel también lo ha padecido recientemente). Ivan Reitman, el director de esta Poli de Guarderia, ya había descubierto la (inexistente) vena cómica de Arnold Schwarzenegger años antes en Los Gemelos golpean dos veces junto a Danny DeVito, con el que volvería a formar dúo poco después en un despropósito mayúsculo como Junior; por lo que su objetivo de desmitificar al que para muchos era y sigue siendo un icono de la masculinidad se vio ampliamente alcanzado no sin suscitar cuantiosas carcajadas de escepticismo y bochorno ajeno. Aunque algunos bien podrían catalogar de versatilidad interpretativa a este radical cambio de roles en la carrera de Schwarzenegger, algo que volvería a producirse cuando el actor decidió pasar de interpretar a Terminator para dar vida a ‘Governator’, con un éxito aún más sorprendente que sus logros comerciales en el género cómico.
En Poli de Guarderia, Schwarzenegger es John Kimble, un fornido detective que debe infiltrarse como profesor en un pequeño colegio de la localidad de Astoria adonde acude el hijo de un importante narcotraficante recién salido de la cárcel. Kimble estrechará relaciones con la madre del chico y ex pareja del delincuente, y les protegerá de las intenciones de este, entre las que se encuentra llevarse al niño con él. Sus labores como policía estarán, sin embargo, simultaneadas con su nuevo trabajo a cargo de una ruidosa clase de preescolar donde imponer un poco de orden y disciplina en lo que se asemeja a una selva ingobernable de críos. Lo cierto es que es bastante divertido comprobar cómo la vena carótida de Schwarzenegger se hincha paulatinamente a medida que el caos aumenta a su alrededor hasta que sus ojos parecen salirse de sus órbitas y el rostro se contorsiona en una mueca de desesperación. Si existiese un mínimo de verosimilitud en la cinta, los pobres niños se habrían arrebujado en una de las esquinas del aula nada más aparecer tamaña figura de músculos, pero para desgracia de Kimble y placer del espectador, el flamante nuevo profesor deberá ganarse con sudor y esfuerzo el control de la clase, cosa que finalmente consigue para la sorpresa de todos.

Las películas precisan ser valoradas en su justa medida y conforme a sus propias intenciones. Poli de Guardería es una comedia complaciente para toda la familia y como tal, debe ser apreciada en cuanto cumple sus objetivos de entretener y propiciar un rato agradable para el espectador. Por si fuera poco, la oportunidad de ver a Arnold Schwarzenegger bregando con una legión de niños malcriados y traumatizados no tiene precio, más aún si ha seguido su dilatada carrera como ‘action man’ de Hollywood por antonomasia. Viendo películas como esta, nos viene la pregunta de por qué razón algunas personas deciden dedicarse a la política en lugar de hacernos reír con historias inofensivas y ficticias. Imagínense si no este alarido en un pleno parlamentario…                                                                                 

Dulce Cine de Juventud; Esta casa es una ruina

Los mecanismos interiores de la carcajada pueden llegar a ser inescrutables. Sólo así puede entenderse que uno de los momentos más hilarantes y terriblemente divertidos de nuestra experiencia cinéfila se corresponda con la risa contagiosa de un jovencísimo Tom Hanks tras presenciar cómo la bañera sobre la que acaban de verter dos cubos de agua desaparece del suelo para terminar haciéndose añicos en el piso inferior de la masión que acaban de comprar. Más que una carcajada, lo del bueno de Walter es un grito de desesperación por todos los ‘pequeños’ inconvenientes sobrevenidos en la mudanza, sin embargo el sentido del humor del ser humano es a veces contradictorio, y si para él este penúltimo accidente era el colmo de una situación insostenible, para nosotros supone una escena memorable en la historia del cine que corrobora el talento, ya en desuso, de Tom Hanks para la comedia.
En esta sección ya nos referimos a otra de sus fantásticas interpretaciones cómicas en Big, que junto a Esta casa es una ruina legitimaron el talento de un actor iniciado en el mundo de la televisión y lanzado a la fama tras las exitosas 1, 2, 3…Splash! y Despedida de Soltero. Desafortunadamente, Hanks está viviendo su madurez artística entre códigos y ángeles (curiosamente bajo la dirección de Ron Howard, responsable de su primera película importante junto a Daryl Hannah), con la consecuente atrofia de sus capacidades interpretativas (a lo que también contribuye su aprecio por el botox). Suerte que podemos seguir gozando de aquella época de su carrera en la que Hollywood aún no le había obligado a ser un actor serio y respetado, como muestra la comedia intrascendente, alocada y divertida que hoy reseñamos.
Anna (Shelley Long) y Walter son una pareja de novios que buscan urgentemente una casa tras tener que abandonar el piso del ex novio de Anna en el que se alojaban hasta el regreso de este. Su prolongada e infructuosa búsqueda por la ciudad concluye al fin con la compra de una bonita mansión en el campo, todo un sueño para una joven pareja que pretende construir su vida juntos. Sin embargo, la apariencia idílica del edificio pronto devendrá en una pesadilla sin solución aparente. Obviamente, no se trata de la típica película sobre casas encantadas regentadas por espíritus malignos, aunque, de hecho, ocurran cosas muy similares; goteras, escaleras tambaleantes, una instalación eléctrica un tanto caprichosa, paredes de una consistencia idéntica al papel, y un suelo que apenas puede sostener una bañera. Al parecer el ‘boom’ inmobiliario también caló con fuerza en Estados Unidos y los efectos los padecen los nuevos inquilinos, quienes se ven forzados por las circunstancias a reconstruir una casa que se viene literalmente abajo, al mismo tiempo que se enfrentan a una profunda crisis de pareja por otro lado comprensible por la presión a la que son sometidos.
Esta casa es una ruina es un compedio de situaciones surrealistas sustentadas en un Tom Hanks pletórico, quien vertebra la trama y la dota de una comicidad irresistible. Más allá de los gags y situaciones estrambóticas que se suceden, la película no guarda en sí misma mayor valor cinematográfico, sin embargo, el mero hecho de ofrecer un entretenimiento sano deudor del espíritu cómico ochentero contribuye a considerarla como referente del cine familiar de su época y, como no podía ser de otro modo, objeto de elogio de este blog. Al fin y al cabo, a quién no le gusta relajarse un sábado por la tarde disfruntando de una comedia sin mayores pretensiones que suscitar una carcajada. Y hablando de risas incontenibles, a continuación os dejo el gran momento, súblime.                                                                

Dulce Cine de Juventud; Cocodrilo Dundee

Sin lugar a dudas, Mick Dundee tenía el cuchillo más grande de esa selva de cemento que es Nueva York. Y si no, que se lo digan al gamberro que, con navaja en mano y con el inequívoco sello estilístico de un Michael Jackson post-thriller, se topó con el aguerrido cazador de cocodrilos australiano que, por si fuera poco, estaba acompañado por una bella dama a la que impresionar con ese atractivo rústico sin igual, dejándonos una de esas frases que permanecerán ajenas al paso del tiempo en la categoría de rúbricas emblemáticas de la historia del cine. Hemos de suponer que tras el batallar con animales salvajes y peligrosos cazadores furtivos en su tierra natal, el caos reinante de la civilización occidental no suponía al bueno de Dundee un reto especialmente complejo que salvar con su característico aplomo, más aún cuando su compañera de viaje y circunstancial guía turística del extraño entorno tecnológico circundante, había quedado embelesada por su masculinidad tras ser rescatada de las fauces de un cocodrilo curioso mientras se refrescaba en tanga en un charco de aspecto cuanto menos sospechoso.
Su inédito reportaje encomendado por el periódico neoyorkino regentado por su padre bien merecía pasar noches al raso con animales salvajes y cazadores merodeando el campamento, o asistir a danzas milenarias en torno al fuego de aborígenes maquillados para la ocasión. Disfrutar de la compañía del excéntrico cazador también suponía un claro aliciente, sobre todo cuando se disfrazaba con una celeridad pasmosa con las pieles de un canguro muerto y daba una lección de humildad a los atronadores furtivos que perseguían a esos amigables animales saltarines
Cocodrilo Dundee suponía el punto cúlmen de la época de romance vivido en los 80’s entre la cultura australiana y la industria cinematográfica estadounidense, en un fenómeno ilustrado por todo un conjunto de películas que bebían de la iconografría insular y por el transvase de realizadores y actores australianos al establishment americano. De hecho, la película protagonizada por Paul Hogan fue un rotundo éxito en taquilla que además le reportó un Globo de Oro como mejor actor de comedia y una nominación al Oscar al Mejor Guión Original en virtud a una historia concebida por él mismo. Más tarde llegaría una secuela que reeditaría su gloria en las cifras de recaudación pero que fracasaría consecuentemente en el aspecto cualitativo. De su tercera entrega, sencillamente, resulta conveniente no hablar. 
Cocodrilo Dundee es una divertida comedia en la que se revisitan los consustanciales estereotipos atribuidos a las diferentes culturas y el impacto de estos en outsiders ajenos a un universo presumiblemente de características globales. Desde nuestra concepción etnocéntrica de la realidad, resulta difícil admitir que alguien no conozca la utilidad formal de un bidé (aunque sea un instrumento extraño para la mayoría de nosotros en cuanto a su uso), sin embargo, Mick Dundee tuvo un arduo trabajo en su descodificación, que resultó ser más interesante aún que su cometido principal (de este modo se acabaría con el problema de frotarse la espalda en la ducha). Todo ello, resulta un evidente compendio de clichés culturales que no por ello dejaban de ser sumamente divertido. Y es que ser espectadores de la trepidante aventura de un cazador de cocodrilos de los más profundo de Australia en la meca del mundo industrializado no tiene precio, más aún si su inocencia e ingenuidad propicia situaciones tan desternillantes como las escenificadas en las elegantes fiestas a las que es invitado con honores.
Obviamente, y como no podía ser de otra forma, la relación entre Dundee y la chica (Linda Kozlowski, posteriormente su mujer en la vida real) acabó en un tormentoso romance con una legendaria declaración pública de amor en una estación de metro atestada de gente tras una frenética carrera de la muchacha en busca de su aguerrido cazador. Menos más que los curiosos viandantes se prestaron a ejercer de palomas mensajeras e incluso de circunstancial suelo sobre el que caminaron los amantes para su esperado reencuentro en medio del clamor popular. Un final feliz edulcorado para una comedia que con el tiempo se reivindica como una divertida aventura armada en torno al carisma de Paul Hogan.

Dulce Cine de Juventud; Señora Doubtfire

 Era refinada, eficiente, cándida, laboriosa, amable, tenía buena mano con los más pequeños… una perfecta niñera británica para armonizar un familia desestructurada por el traumático divorcio de sus progenitores. No obstante, como diría John E. Brown en el antológico final de Con faldas y a lo loco; «Nadie es perfecto», y la encantadora señora Doubtfire resultó no serlo por el nimio detalle de esconder una verdad tan frívola como que en realidad era Robin Williams travestido magistralmente en anciana en un arrebato desesperado por disfrutar del tiempo que el juez le negaba para estar con sus tres hijos. Suerte que su amor tenía más vigor que su ignorancia manifiesta en tareas del hogar ordinarias como cocinar, hacer la colada o servir de consejero amoroso de su propia mujer; una misión francamente engorrosa si, de forma paralela, debe ocultar su identidad (no siempre de forma cuidadosa, y si no que le pregunten a su hijo adolescente cuando descubrió a la dulce nannie haciendo pis desde las alturas), al mismo tiempo que intenta conseguir un trabajo digno o sortear las exigencias de una inspectora social asfixiante y demasiado exigente.
En resumen, todo un clásico del género cómico familiar con una decena de escenas memorables conectadas por el talento indiscutible de un comediante total venido a menos pero con una carrera de éxito arrolladora en la década de los 90. Y es que nadie como Robin Williams para hacer de la personalidad disociativa de su personaje un ejemplo perfecto de comedia amable, divertida y saludable con la que seguir profiriendo carcajadas tras un ingente número de visionados en televisión. Es lo que tienen los clásicos (cada uno en su categoría); el tiempo no causa los estragos inherentes a su naturaleza, sino que se reivindican entre tanto producto cínico y sin gracia.
En ese sentido, Chris Columbus siempre tuvo meridianamente claro que su carrera como cineasta no era más que una excusa para hacer un poco más feliz al espectador medio, y así lo demuestra en Señora Doubtfire, conjugando ternura con cierto toque gamberro al jugar con el profundo contraste entre el candor de la anciana y la masculinidad incontenible del hombre que cobija bajo su apariencia; de hecho, nunca se vio en el lugar una abuela que bien podría haberse presentado al rookie del año de baloncesto, a la reina de la pista de baile con aspiradora y escoba como acompañantes al más puro estilo Risky Bussines, o a lanzadora olímpica de peso, en este caso de kiwis, como el que sobrevoló con asombroso tino hasta la nuca del galán de turno, Pierce Brosnan.
Y es que el bueno de Daniel Hillard tenía razones para guardar cierto rencor hacia este personaje (y a su coche), pues con su encanto irresistible conquistaba a su ex mujer (Sally Field no puede desembarazarse de esa vis neurótica que la caracteriza y que hace las delicias de sus seguidores), al mismo tiempo que se internaba peligrosamente en la vida de sus hijos como sustituto paterno; algo que no impidió que la señora Doubtfire (o lo que quedaba de ella tras la ingesta apresurada de varios whiskys) lo salvara de una intoxicación (previamente planeada) por pimienta en su comida que dejó al descubierto la farsa que había iniciado con la sesión de maquillaje más divertida de la historia del cine (categoría en la que consiguió el Oscar). Las cosas, finalmente, no le salieron nada mal a Hillard-Doubtfire y a pesar de las mentiras piadosas vertidas durante su doble vida, su ex mujer comprendió las locuras que se pueden llegar a cometer por el amor irrefrenable hacia unos hijos.
Robin Williams (consiguió el Globo de Oro por este papel) debería ser recordado en la posteridad con interpretaciones tan decididamente histriónicas como la que lleva a cabo en esta deliciosa Señora Doubtfire, pues todo en ella, cada gesto, cada voz impostada, cada escena disparatada, es una clase magistral de comedia en estado puro en la que resulta imposible contener la risa. Qué felicidad produce seguir recordando películas como esta, clásicos de un género en peligro de extinción, pero con un patrimonio que permanecerá en el tiempo. Les dejo con una muestra de lo que se han perdido aquellos que han sorteado las innumerables reemisiones televisivas de la cinta. 

                                                                         

Dulce Cine de Juventud; Cuenta Conmigo

 8/10
«Nunca he vuelto a tener amigos como los que tuve con 12 años. Dios mio, ¿quién los tiene?». Esa es la conclusión que extrae un maduro Gordie Lachance (con el rostro de Richard Dreyfuss) tras una dolorosa y a su vez inspiradora retrospección de aquel tórrido verano en el que compartió momentos inolvidables con Chris Chambers, Teddy Duchamp y Vern Tessio, amigos de la infancia ahora olvidados, extraños en la remota memoria atesorada en sedimentos imperturbables al paso del tiempo; al fin y al cabo, las experiencias y aventuras vividas en la más tierna (y en ocasiones desgarrada) juventud se adhieren a la naturaleza misma de una personalidad en desarrollo, sensible a cada mutación en el entorno más próximo, como una impávida cáscara de recuerdos imborrables.
Probablemente sea así. Ninguno de nosotros podamos recobrar esa inocencia infantil y lealtal marcial que hacía de nuestros amigos extensiones vivas de nuestra existencia, de nuestro modo de ver el mundo. Entonces no había tiempo para disgustos ni envidias, tan sólo diversión, conversaciones absurdas, juegos inventados, bromas maledicientes. Naturalmente, todo pasado está sujeto al embellecimiento postrero, sin embargo, la infancia y esa etapa previa a la adolescencia permanece indeleble en su perfección, como un improbable edén al que todos anhelamos retornar aunque sólo fuese para unas horas de esparcimiento.
Gordie miraba al infinito en los compases finales de esta mítica película, los ojos vidriosos y el alma encogida, al tiempo que escribía melancólicamente lo que había sido de sus amigos; uno de ellos, Chris, había sido apuñalado en una pelea en la que se había inmiscuido para apaciguar los ánimos, Teddy había estado en varias ocasiones en la cárcel, Vern trabajaba en Castle Rock, en su pueblo de toda la vida. Ya guardaban escasos nexos de unión, llevaban décadas sin hablar, sin embargo todos ellos recordaban esa hermosa y brutal aventura que los llevó a recorrer decenas de millas para ver el primer cadáver de sus cortas vidas.
Cuenta conmigo (Stand by me) entronca desde un enfoque realista con ese cine nostálgico de los 80 en el que cineastas de diferente signo rememoraban su juventud con la amistad como valor sublime de la misma. Podríamos aseverar que esta película de Rob Reiner (La princesa prometida, Cuando Harry encontró a Sally, Misery) es el reverso emotivo y cabal de la trepidante Los Goonies; aquí no se dan cita malhechores perseguidos por la policía, ni tesoros de piratas, ni aventuras épicas, tan sólo el tedio inherente a la vida rural y la perserverancia de unos chicos movidos por la curiosidad. Todos ellos están marcados por una realidad inclemente, demasiado severa para la juventud que atesoran. A Chris le pegan en su casa y debe convivir con los prejuicios de una sociedad cerrada que le censura por aquello que ha hecho su familia, Teddy ha crecido sin padre, ya que este se encuentra ingresado en un sanatorio mental, Gordie ha perdido a su hermano mayor y sus padres le ignoran conmocionados por la pérdida. Pero a pesar del dolor, se apoyan, viven el día a día con el mismo espíritu irredento, ansían la libertad por encima de todas las cosas. Tal y como dice la canción inmortal de Ben E King incluída en la banda sonora; «Cuando cae la noche/ y la tierra está oscura/ y la luna es la única luz que vemos/ no tendré miedo/ no tendré miedo/ siempre y cuando cuentes conmigo».
Al igual que los personajes de la película, los jóvenes actores que les dieron vida han corrido suertes dispares. El malogrado River Phoenix pasó de estrella juvenil con un futuro prometedor a un cuerpo inerte en la acera del club Viper Room por una sobredosis; Corey Feldman trabajó en otros éxitos de la época como Los Goonies y Jóvenes Ocultos, pero terminó perdiéndose en los 90; Will Wheaton no se prodigó más en el cine, y tan sólo ha participado en algunas series norteamericanas; Jerry O’Connell ha encontrado su hueco en la televisión gracias a series como Crossing Jordan, Las Vegas o The Defenders. También aparecen rostros más conocidos, como John Cusack, dando vida, paradójicamente, al hermano fallecido de Gordie, y Kiefer Sutherland, casi debutante en el cine, como el líder de los matones; ambos también en horas bajas.
Cuenta conmigo es más que una referencia cinematográfica generacional. Ayudó a configurar un género ya muerto (a pesar de excepciones tan gratas como la reciente Héroes, de Pau Freixas), demasiado frágil, profundo y descarnado para subsistir entre realidades configuradas por efectos especiales y vertebradas por la violencia más gratuita. Al fin, nos percatamos de que, progresivamente, vamos perdiendo por el camino la capacidad de recordar lo que fuimos y, por ende, lo que somos; chiquillos curiosos en busca de tesoros ocultos y aventuras vibrantes que compartir con amigos. Dejémonos llevar, una vez más, por esa melancólica oda a la camaradería de nuestra dúlce época de juventud.

Dulce Cine de Juventud; Big (1988)

El ámbito de los sueños infantiles es un vasto campo de deseos extravagantes, aspiraciones irrealizables y caprichos alimentados por una acusada capacidad para imaginar situaciones grotescas. Todos nosotros, al fin y al cabo, hemos fantaseado con ser robots todopoderosos, animales prehistóricos, personajes de manga, o intrépidos aventureros. No obstante, uno de los anhelos que parece vertebrar toda infancia es la aspiración irrefrenable a ser mayores, a crecer de forma apresurada y convertirse en un adulto para realizar todas aquellas cosas que de pequeño tus padres te prohibían con toda la razón del mundo. Cuando, efectivamente, ese niño que fantaseaba con las infinitas bondades de la madurez se interna en el intrincado territorio de los mayores, su percepción muta de forma irrevocable y parece buscar el retorno a esa etapa infantil de felicidad sin concesiones, asfixiado tanto por las obligaciones inherentes a ser adulto como a las complejos relaciones entabladas entre ellos.
Todo ese proceso que suele durar largos años de dudas y cambios traumáticos lo vive en una sola noche el bueno de Josh Baskin, un chico de 13 años prendido de una chica mayor que él,  tras pedir un deseo a la enigmática atracción de feria de Zoltar. Para su evidente sorpresa, a la mañana siguiente descubre que se encuentra atrapado en el cuerpo de un hombre de 30 años, con los considerables problemas acarreados a raíz del pavor de su madre al comprobar que su hijo ha desaparecido y en su lugar hay un hombre desconocido en casa. Apoyado por su gran amigo Billy Kopeke, Josh emprende un incierto viaje a la gran ciudad para averiguar dónde se encuentra la atracción que le concedió su inconsciente deseo; una búsqueda infructuosa que le llevará a establecerse como una persona adulta, buscar un trabajo estable e incluso internarse en el mundo de las relaciones sentimentales hasta comprobar que no existen tantas diferencias entre los hombres maduros que le rodean y el carácter tierno e inocente del niño que en realidad es.
Big es todo un clásico del género de entretenimiento familiar que no precisa de mayores cartas de presentación. Una película que ha vencido al tiempo gracias a esa perfecta conjunción de ingenua comicidad infantil y ese espíritu de aventura y nostalgia que vertebra el cine de la década de los 80’s, sirviéndose de una sencilla premisa que suscita la moraleja final; y es que la vida con 13 años es más divertida de lo que nunca será en el futuro. De la mano de Baskin, recorremos un excitante periplo por un mundo de hombres de negocios ambiciosos y amargados que quedan a merced de la mente despierta y simple del improbable vicepresidente de una compañía de juguetes que, además, conquistará a una chica resignada a una vida amorosa rutinaria y sin alicientes. Todo ello, sin dejar de jugar como un niño, pues, ¿quién no ha sentido envidia de ese aplio loft de Baskin con máquinas de pin-ball, camas elásticas, canasta de baloncesto y muñecos gigantes con los que disfrutar a todas horas?.
La película de Penny Marshall (producida por James L. Brooks y con Barry Sonnefield como director de fotografía), por otro lado, no tendría razón de ser sin el protagonismo de Tom Hanks como ese niño grande que interpreta con una comicidad y veracidad deslumbrantes (de hecho, este rol le valió su primera nominación al Oscar). Ampliamente versado en el género cómico gracias a films como Despedida de Soltero, 1,2,3…Splash! o Esta casa es una ruina, Hanks comenzó aquí a apuntar su más tarde explotada vena dramática (quizás se echan de menos más papeles como este en su última etapa como actor) al ilustrar el debate interno que se abre en la vida de su personaje tras asentarse en la vida de adulto y a su vez añorar su mundo infantil. Hanks, además, nos regala todo un repertorio de momentos inolvidables que han provocado la carcajada a generaciones de espectadores, desde su triunfal entrada en la fiesta de la empresa con esmoquin blanco, hasta sus guarradas con la comida (en la cafetería jugando con una guinda), pasando por su risible inocencia al llevar a la chica (interpretada por Elizabeth Jenkins) a su casa sin más pretensión que divertirse juntos, tal y como lo harían dos niños de 13 años.

Como botón de muestra, os dejamos uno de esos momentos que le han dado trascendencia a la película más allá de su época en el que podemos disfrutar con Tom Hanks y Robert Loggia interpretando el mítico tema musical de la película en el ‘walking piano’ de una juguetería. Big nos entretiene y además conmueve, una naturaleza dual que extrañamos en el actual cine familiar (si existe más allá de la animación) y que eleva a la película a clásico indiscutible de un cine de juventud que debe pervivir en el tiempo por su ternura e inocencia.

Dulce Cine de Juventud; Mis Dobles, Mi Mujer y Yo

6/10
Sin duda, es una de las películas que recuerdo con más cariño de todas las que vi en mi tierna infancia. Las cómicas aventuras de un gran Michael Keaton para sortear las dificultades que se le presentan en su vida diaria son absolutamente deliciosas y dignas de una buena tarde de cine familiar, en pareja o solitaria. 
Basándose en una historia que no tiene ni pies ni cabeza, en la cual un arquitecto tiene que recurrir a la clonación propia para poder atender a su mujer y sus hijos sin necesidad de faltar a sus obligaciones profesionales. Pero pronto, la cosa se va a torcer cuando ese mismo clon se vuelva a clonar a sí mismo creando una cadena de hasta cuatro Michael Keaton´s con las consecuencias que todos podemos adivinar.
Mis Dobles, Mi Mujer y Yo es una comedia de enredo de las buenas, aunque quizás podría haber explotado algo más la llegada de tantos clones. Sin embargo, no peca de excesiva llegando a la corrección más absoluta. Y  todo ello servido por Harold Ramis, un director y actor curtido en las grandes comedias ochenteras como Cazafantasmas y que dirigió varias de las mejores comedias de los años 90, entre ellas Una Terapia Peligrosa y Atrapado en el Tiempo, donde trabajó con Andie MacDowell en los años previos a la película que hoy nos ocupa. Sin embargo, Ramis también fue responsable de cosas como Al Diablo con el Diablo o la innecesaria y reciente Año Uno, junto a Jack Black.
Esta película posee un guión amable, inteligente, que no nos toma por idiotas y con el que llegaremos a empatizar. Mis Dobles, Mi Mujer y Yo está bien contada, llegando a ser un buen entretenimiento para cualquier tarde, mañana o noche del buen cine que nos hace falta.
Mención aparte merecen sus efectos especiales y su montaje por el cual no notamos absolutamente nada de la transformación escénica que supone introducir hasta tres fotogramas de Michael Keaton en el mismo plano. Estamos en 1995 y los ordenadores eran tremendamente básicos. Sin embargo, el ingenio, la técnica y las ganas nos regalan auténticos momentazos de un cuádruple intérprete fantástico.
Por si fuera poco, la cinta cuenta con la interpretación de uno de los actores a los que más reivindico desde hace muchos, muchos años. Un hombre que se dio a conocer en 1982 gracias a Turno de Noche, dirigida por Ron Howard y que poco a poco fue avanzando en su filmografía hasta realizar películas como Johnny Peligroso o Bitelchús. Sin embargo, fue Tim Burton el que le consagró en el imaginario popular gracias a su encarnación del legendario héroe Batman en la película homónima de 1989, junto a Jack Nicholson y Kim Basinger. Un papel que repitió en 1992 en Batman Vuelve con un reparto de altura entre los que se encontraban Michelle Pfeiffer, Danny DeVito y Christopher Walken. 
Michael Keaton siempre ha sido un buen actor pero no ha tenido la suerte ni la proyección para ser una estrella. No ha tenido campañas publicitarias millonarias pero ha trabajado con Quentin Tarantino (Jackie Brown) y realizado una de sus mejores interpretaciones en un thriller olvidado ya pero tremendamente impactante en su época: Medidas Desesperadas. Una buena, pero discreta, carrera para uno de los actores más inolvidables que existen todavía en el complicado mundo de Hollywood.
¿Por qué hay que ver Mis Dobles, Mi Mujer y Yo? Pues por la sencilla razón de que nos faltan risas. Nos falta diversión en unas salas de cine con poquitas comedias como las de antes. Nos falta echar unos buenos ratos delante de un televisor con una buena película donde podamos reírnos. Y quien mejor para hacernos reír que la combinación entre Harold Ramis y Michael Keaton.

Dulce Cine de Juventud; Gremlins. Consejos para que tu adorable peluche no se convierta en un diabólico monstruito

 Eran pocas y, además, meridianamente claras: no le des de comer después de medianoche, no lo mojes y evita que le dé la luz del sol. Sin embargo, el bueno de Billy desoyó más de una de estas pertinentes recomendaciones para conservar a su entrañable Mogwai y lo pagó bien caro. Concretamente con el dantesco espectáculo al que tuvo que asistir sus atónitos ojos cuando los Mogwai comenzaron a reproducirse hasta componer una temible cuadrilla, algo más agresiva que el candoroso Gizmo, liderada por un astuto bicho llamado Stripe, fácilmente reconocible por su mechón de pelo blanco al más puro estilo punk ochentero. Y como el apetito de estos nuevos compañeros era insaciable, su sagacidad para confundir al atolondrado adolescente encargado de su custodia fue tal que, tras quebrar otra de las normas imprescindibles para que la situación no se fuese de las manos, las encantadores criaturas de suave pelo blanco y apariencia inofensiva devinieron en auténticos monstruos de aspecto feroz con un particular sentido del humor para arrumbar con todo lo que encontraban a su paso.
Toda una trama, en fin,  de circunstancias absurdas e hilarantes que hace que hoy día, ya inmersos en el siglo por antonomasia de los efectos visuales, continuemos alabando el portentoso ingenio del siempre estimulante Joe Dante, todo un maestro del género, así como de su extenso equipo de producción (especialmente el encargado del diseño de las criaturas), al componer una de esas películas de culto que marcaron a una generación de jóvenes mediante ingentes dosis de socarronería fantástica y un vibrante espíritu de aventura. No en vano, Gremlins fue la segunda película de la factoría de cine juvenil de los 80’s, Amblin, productora fundada tan sólo un par de años antes por Steven Spielberg con motivo de la realización de su magna obra, E.T. el extraterrestre, y verdadera carta de presentación de un género que avivó la imaginación a cientos de miles de jóvenes a lo largo de la década. Además, al ya mencionado Joe Dante en la dirección (quien ya había realizado apreciables productos comerciales como la divertidísima Piraña), se le unía Chris Columbus como guionista y Jerry Goldsmith como compositor de una apabullante banda sonora que aún hoy nos eriza los pelos de la nuca.

Y no es para menos ante la terrorífica presencia de esos diabólicos seres de una pasmosa perspicacia a los que se les tenía que meter en una batidora o en un microondas para acabar con ellos, con el consecuente engorro de limpieza que acarreaba para la asustada madre de Billy, a la que podemos imaginar fregando las paredes de la cocina para arrancar esa viscosa baba verde de la que estaban compuestos al tiempo que maldecía la estúpida idea de su entusiasta marido de traer a casa un bicho comprado en una tienda de chinos (extraigan ustedes su propia moraleja). Aunque suponemos que tampoco era fácil para el propio Billy (interpretado por Zach Galligan)  tener unas mascotas que liquidaban a su profesor de ciencias y aterrorizaban a la chica que le hacía tilín (Phoebe Cates), más aún cuando la estupefacción de la sociedad diese paso presumiblemente a una serie de catalogaciones cuya muestra menos ofensiva sería algo así como «el chico que guardaba monstruos verdes en su dormitorio».

Los Gremlins son un mito viviente que se han introducido en el imaginario popular de esta nuestra sociedad global. Cómo si no entender ese legendario insulto que todos hemos proferido alguna vez y que reza «eres más feo que el aborto de un gremlin» o su derivación «tienes toda la cara de un gremlin». así como «a esas no le eches agua que se reproduce» Incluso inspiraron al juguete de moda de hace unos años, el mítico ‘Furby’. Y es que a medio camino entre el espíritu transgresor del cine de serie B y los patrones impuestos por el cine más comercial, esta bizarra muestra de ciencia ficción de andar por casa se ha erigido como una referencia indiscutible en el universo de cualquier cinéfilo que se precie, más aún si creció con sus rudimentarios aunque por otro lado bien conseguidos efectos visuales. De hecho, el film cosechó unos cifras de recaudación estratosféricas, en torno a los 150 millones de dólares, si se las compara con un irrisorio presupuesto de 10 millones, que lo convirtieron en uno de los estrenos más importantes del año 1984 y abrió el camino a la posterior secuela de 1990.
Y desde nuestro blog no podíamos perder la oportunidad de brindarle un sencillo homenaje. Los Gremlins tienen en sí mismos la peculiar capacidad de desatar carcajadas, acongojar hasta al más íntegro y enternecer con ese adorable Gizmo, pobre víctima de un bulling feroz y mascota que a todos hubiese deseado tener. Pero todo impregnado con ese espíritu de inocencia y aventura tan ochentero ya perdido entre el amasijo de efectos especiales e historias deliberadamente violentas y maniqueas. Los Gremlins ya viven en esa esfera de mitos y leyendas que nos ha regalado la historia del cine.

Dulce Cine de Juventud; Risky Business

6/10
Uno de mis actores predilectos, Tom Cruise, saltó al estrellato en el cine gracias a esta película de universitarios que encandiló a los jóvenes de aquella época. Hoy en día, una de sus secuencias más conocidas (la del actor bailando en calzoncillos con una escoba como guitarra y las ya famosas Ray-Ban) sigue siendo una de las más parodiadas y recordadas de todos los últimos años del cine.
La historia es simple. Un joven universitario se queda en solo en casa y decide «liarla» aprovechando que sus padres no están allí. Él es un chico responsable e incluso podríamos decir que es el chico perfecto. Cualquier padre confiaría en él…. o no.
El guión es sencillo pero conciso. No se pierde en escenas que no llevan a ningún sitio. Incluso nos ofrece momentos de suspense liviano al intentar discernir qué es lo que va a ocurrir con nuestro protagonista cuando lleguen sus padres y vean en los líos en los que se ha metido su hijo.
La dirección, por parte de Paul Brickman, es efectiva realizando una película que, a pesar de no pasar a la historia del cine, si ofrece momentos de buen entretenimiento. Al final, nos quedaremos con un buen sabor de boca tras haber visto una película ochentera al máximo nivel y con un resultado más que decente.
Risky Business se enmarca dentro del grupo de películas llamadas «comedias juveniles» que enganchan a este tipo de público basándose en tratar con argumento una historia que no chirríe a la inteligencia del espectador.
Escenas incluso de sexo son las que vemos en una película completa en todos los sentidos. Tom Cruise y Rebecca de Mornay se marcan alguna que otra secuencia que, para la época, fue una sensación y con las que ahora es inevitable soltar alguna carcajada.
Aún sin esperarme absolutamente nada de Risky Business, lo cierto es que me sorprendió gratamente. Yo, que no soy muy dado a las comedias adolescentes, tengo que admitir que me lo pasé bastante bien contemplando las idas y venidas de un jovencísimo Cruise antes de llegar a lo más alto en Hollywood.