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[Crítica] Dallas Buyers Club

La siguiente crítica ha sido redactada por Carlos Fernández Castro (@CarlosFdzCastro) al que agradecemos enormemente su aportación.

Los ejecutivos de Hollywood tienen una mente perversa, ¿qué otra explicación puede encontrarse? Últimamente, parecen haber descubierto el placer definitivo: contratar directores con personalidad propia, con el único propósito de cortarles las alas, mediante la asignación de proyectos artísticamente castrantes. ¿Una demostración de poder? Quizás, pero de lo más absurda, inútil, y poco productiva. La última víctima de esta nueva tendencia ha sido el director de obras tan independientes y arriesgadas como C.R.A.Z.Y. y Café de Flore, lo cual confirma que todos tenemos un precio, excepto los buenos de Park Chan-Wook (Stoker) y Denis Villeneuve (Prisioneros).
Y es que Dallas Buyers Club es ese tipo de películas en las que todos los elementos están al servicio del abominable «basado en hechos reales»; incluso el talento del director. Bien cierto es que su argumento es atractivo e interesante, pero también podemos afirmar que el estilo empleado por Jean-Marc Vallée, a la hora de llevarlo a la gran pantalla, adolece de una impersonalidad alarmante. El estudio de personajes que tanto destacaba en sus anteriores proyectos, brilla por su ausencia en este trabajo, y no precisamente debido al escaso potencial de sus dos protagonistas.
Sería injusto ignorar la impecable factura técnica del film, así como las potentes interpretaciones de Matthew McConaughey y Jared Leto (aunque no por ello merecedoras de un Oscar), y su retrato sobre esa América profunda que desprecia la homosexualidad y derrocha ignorancia por los cuatro costados. Pero no son razones de suficiente peso como para invertir dos horas de nuestras vidas frente a una pantalla de cine. Estamos ante el clásico error de querer realizar una película que cuente una historia más grande que la vida, lo cual desemboca en el no menos clásico quien mucho abarca, poco aprieta.
Dallas Buyers Club podría haberse ahorrado la segunda mitad de su guión, en beneficio de una mayor profundización de los personajes en sus momentos más críticos y psicológicamente interesantes. Sin embargo, la relativa ambición de Vallée parece haberse enfrentado a las insensibles tijeras de sus productores, circunstancia que se percibe en el (frecuentemente) atropellado ritmo narrativo del film.
Dentro de un par de años, habremos olvidado esta película. Tan sólo será recordada como el vehículo que condujo Matthew McConaughey para lograr su primer (¿y único?) Oscar. Después de ver esta película, nadie sentirá indignación por la corrupción reinante en el sistema sanitario americano, nadie experimentará la emoción de haber asistido a una preciosa historia de amistad, y nadie recordará el sufrimiento de su protagonista. Dale un par de semanas y habrás olvidado incluso su título.

[Crítica] El lobo de Wall Street

Cuando Martin Scorsese decide desfasar, es un maestro. En toda esta orgía cinematográfica de proporciones hercúleas sobresale un nombre propio. Un hombre que dejó atrás hace tiempo el aura de ídolo adolescente para convertirse en un actor con mayúsculas. Leonardo DiCaprio se arriesga hasta límites sobrehumanos en la concepción de un papel que podría haberle sobrepasado. Sin embargo, su fuerza y electricidad, demostrada a lo largo de tres horas sin bajar el pistón ni un solo segundo, lo coronan como una de las mejores interpretaciones masculinas del año.
Si quisiéramos describir las analogías entre Scorsese y su cine con El lobo de Wall Street diríamos que bien podría constituir el fin de una trilogía que reuniría Uno de los nuestros y Casino. La portentosa capacidad de Marty para iluminarnos y hacernos sentir empatía con sus personajes masculinos, por muy perversos que sean sumada a la épica de la narrativa de la que puede (y debe) vanagloriarse el cineasta hacen que necesitemos reunir estos tres títulos en una misma tarde lluviosa. El lobo de Wall Street es un prodigio de escritura narrativa (obra de Terence Winter, masterclass en Los Soprano) y de montaje. Salir de una sala de cine totalmente exhausto tras ver lo que Scorsese ofrece es una prueba del ritmo impreso a una película que necesitaba ser tomada en serio de principio a final.
DiCaprio, en su exhibición interpretativa, tiene la réplica en una serie de personajes a cual más disparatado. Sus secuaces en las distintas fechorías que lleva a cabo se llevan el premio gordo. Pero sin la aparición de Matthew McConaughey, el prólogo no tendría sentido. Jonah Hill tiene momentos de lucidez realmente brillantes que lo encumbran de nuevo tras una serie de afortunadas apariciones en los últimos años. Hay mucho del Ray Liotta de Uno de los nuestros en ese Jordan Belfort. Hay mucho de la Sharon Stone de Casino en el imponente papel (y bellezón) de Margot Robbie, todo un descubrimiento.
Martin Scorsese presenta su película, la adaptación de las memorias de uno de los crápulas más importantes que Wall Street haya conocido, en un momento de ferviente crisis económica y social en todo el mundo. Hace algún tiempo, nos podríamos haber reído con todo lo que vemos. Pero ahora, conociendo lo que sabemos, no nos hace ninguna gracia saber que existen miles de Jordan Belfort sueltos por el mundo. Y Scorsese lo sabe, provocando que DiCaprio se regodee en su libertinaje interpretativo que merecidamente le ha dado un Globo de Oro y, esperemos, el ansiado Oscar que lo consagre definitivamente en la Meca del Cine.
¿Hay que ir a ver El lobo de Wall Street? Definitivamente sí. Independientemente de su temática, de la que podremos renegar años luz, se trata de una de las experiencias cinematográficas más estimulantes de este periodo. Estamos ante un Scorsese que regresa al cine que mejor se le da hacer, el de los personajes sin escrúpulos, que venderían a su madre por una bala para su pistola. El mundo de los De Niro, de los Liotta, de Keitel, de Nicholson. Donde Marty se siente cómodo y donde nosotros, como sus seguidores y admiradores, deseamos verle, retratando lo más oscuro, ruin y avariento del ser humano.